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Natalia Arbildo: Un virus no tan democrático
Chiclayo, 11 de mayo de 2020
En toda la cuarentena no he pensado en cómo me estoy sintiendo, hasta hoy. Este espacio es un buen momento para hacerlo y estoy agradecida por ello. Para quienes llevamos el activismo social y político en la sangre, estos días han sido más intensos de lo normal: leer, estudiar, revisar cifras, organizar iniciativas ciudadanas, reinventar nuestras organizaciones y seguir todos los días lo que sucede para tener una opinión y propuestas sobre lo que viene sucediendo.
Por supuesto que no es fácil para nadie. Hemos visto caer ante nuestros ojos todo lo que dábamos por hecho: ver a nuestros amigos, abrazarnos, besarnos, ir a la playa, correr en el campo. Nada, ni toda la tecnología, ni el dinero, ni el poder han podido detener este virus que ha llegado para cambiar nuestras vidas.
Estos días he pensado mucho, muchísimo, en las desigualdades que aún persisten en la sociedad. Sin ánimo de entrar en cifras, sino más bien de hacer un ejercicio de catarsis, me he cuestionado el hecho de tener un hogar, comida, agua y trabajo. Derechos que, en un país tan complejo como el nuestro, ahora son privilegios. Cuando nos dicen que el virus es democrático, esto no es tan cierto. No hay democracia cuando algunos pasan los días en casas amplias, con jardines y comida; mientras otros la pasan sin hogar y sin comida, pensando en cómo sobrevivir el día. Eso no es una democracia real. Nos engañaron todo el tiempo que estábamos en el país de las maravillas, pero una pandemia ha sacado a relucir aquellas voces que siempre fueron calladas por la narrativa oficial. Es como si —de un momento a otro— los pobres, los excluidos, los obreros por fin tienen el espacio que estuvieron reclamando por años, en televisión, en las portadas, en los medios oficiales.
Nos mienten cuando dicen que el virus ataca a todos por igual. No es tanto así. Nuevamente estamos en el mismo escenario: si tienes poder y dinero, puedes acceder a pruebas y cuidados. Los demás no corren con la misma suerte. Para muestra podríamos mencionar que cuando un congresista se enferma puede tener el lujo de hacerse pruebas rápidas y moleculares con la facilidad de un chasquido de dedos; pero si eres pobre, mueres en tu casa o afuera del hospital. Si estás preso y tienes poder, puedes salir más rápido; si eres pobre y no tienes un nombre, nadie se acuerda de ti. Si tienes internet, puedes tener una laptop y acceder a educación virtual; si no, ni soñarlo. Es doloroso decirlo en un contexto tan complicado, pero es la realidad. Las situaciones que hoy vemos día a día —quizás extrañados, sorprendidos o indignados— son la normalidad de miles de personas en el país. Solo que hoy parecen estar más cerca de nosotros.
Y me pregunto ¿acaso, aún en la desgracia, ha cesado la exclusión de los sectores más vulnerables? No es coincidencia que llamen pobladores a los ciudadanos que viven en zonas pobres, que llamen “caminantes” a los que retornan a sus lugares de origen. Como si, a pesar de estar en las portadas, todavía insisten en recordarles que valen menos en este país desigual. No es coincidencia que cuando un pobre rompe las reglas de la cuarentena para trabajar y conseguir algo de dinero, lo persigan, le pongan el micrófono en la cara y lo avergüencen; pero cuando se trata de una gran empresa que vulnera los derechos de miles de trabajadores, hacen apenas un pequeño espacio entre tantos titulares. No se denuncia con la misma furia. No se evidencia con la misma fuerza.
Por supuesto que no es fácil para nadie. Hemos visto caer ante nuestros ojos todo lo que dábamos por hecho: ver a nuestros amigos, abrazarnos, besarnos, ir a la playa, correr en el campo. Nada, ni toda la tecnología, ni el dinero, ni el poder han podido detener este virus que ha llegado para cambiar nuestras vidas.
Estos días he pensado mucho, muchísimo, en las desigualdades que aún persisten en la sociedad. Sin ánimo de entrar en cifras, sino más bien de hacer un ejercicio de catarsis, me he cuestionado el hecho de tener un hogar, comida, agua y trabajo. Derechos que, en un país tan complejo como el nuestro, ahora son privilegios. Cuando nos dicen que el virus es democrático, esto no es tan cierto. No hay democracia cuando algunos pasan los días en casas amplias, con jardines y comida; mientras otros la pasan sin hogar y sin comida, pensando en cómo sobrevivir el día. Eso no es una democracia real. Nos engañaron todo el tiempo que estábamos en el país de las maravillas, pero una pandemia ha sacado a relucir aquellas voces que siempre fueron calladas por la narrativa oficial. Es como si —de un momento a otro— los pobres, los excluidos, los obreros por fin tienen el espacio que estuvieron reclamando por años, en televisión, en las portadas, en los medios oficiales.
Nos mienten cuando dicen que el virus ataca a todos por igual. No es tanto así. Nuevamente estamos en el mismo escenario: si tienes poder y dinero, puedes acceder a pruebas y cuidados. Los demás no corren con la misma suerte. Para muestra podríamos mencionar que cuando un congresista se enferma puede tener el lujo de hacerse pruebas rápidas y moleculares con la facilidad de un chasquido de dedos; pero si eres pobre, mueres en tu casa o afuera del hospital. Si estás preso y tienes poder, puedes salir más rápido; si eres pobre y no tienes un nombre, nadie se acuerda de ti. Si tienes internet, puedes tener una laptop y acceder a educación virtual; si no, ni soñarlo. Es doloroso decirlo en un contexto tan complicado, pero es la realidad. Las situaciones que hoy vemos día a día —quizás extrañados, sorprendidos o indignados— son la normalidad de miles de personas en el país. Solo que hoy parecen estar más cerca de nosotros.
Y me pregunto ¿acaso, aún en la desgracia, ha cesado la exclusión de los sectores más vulnerables? No es coincidencia que llamen pobladores a los ciudadanos que viven en zonas pobres, que llamen “caminantes” a los que retornan a sus lugares de origen. Como si, a pesar de estar en las portadas, todavía insisten en recordarles que valen menos en este país desigual. No es coincidencia que cuando un pobre rompe las reglas de la cuarentena para trabajar y conseguir algo de dinero, lo persigan, le pongan el micrófono en la cara y lo avergüencen; pero cuando se trata de una gran empresa que vulnera los derechos de miles de trabajadores, hacen apenas un pequeño espacio entre tantos titulares. No se denuncia con la misma furia. No se evidencia con la misma fuerza.
Esta pandemia ha desnudado la calidad de nuestros políticos. Se ha evidenciado la importancia de esta vocación. En este contexto, nuestra vida depende de sus decisiones. No ha faltado el alcalde corrupto o la autoridad ineficiente que da la espalda a la gente. No faltan, ni faltarán. La pandemia los ha desnudado. Ha desnudado todo.
Pero si tenemos que sacar algo positivo de esta situación, es que hemos visto la esperanza traducida en muchas personas organizándose para ayudar. Hemos aprendido que los obreros, los médicos, los agricultores y muchos oficios más, que hoy están en primera línea, también merecen un espacio en la historia. Hemos aprendido que la dignidad no se mide solamente con títulos o maestrías: la dignidad se mide con valor y fortaleza. Hemos aprendido que la vida pasa y que tenemos el hoy para tomar en nuestras manos el mundo y tomarlo por asalto. Hemos aprendido que la salida siempre será colectiva y que los derechos no se negocian.
En medio de toda esta vorágine —mi vorágine— he sentido alegría, frustración, esperanza. He sido un vaivén de emociones, como una montaña rusa. Un día arriba, otro día abajo. Estos días me he reinventado, he tratado de reinventar los espacios en los que estoy involucrada, he iniciado el proceso de conformarme con las reuniones virtuales y las risas espontáneas en una pantalla. Es lo que tenemos por ahora. Estamos bien. Hay que agradecer.
En estos días he pensado mucho en lo necesario que es cuestionar ahora para cambiarlo todo después. Se ha creado un discurso fácil que nos dice “no critiques ni cuestiones, solo suma, ahora no es el momento”. Triste discurso porque para muchos nunca es el momento. Nunca debemos exigir los derechos de las mujeres, “hoy no es el momento, hay otras prioridades”. Nunca es el momento de pedir una reforma del sistema de pensiones, “hoy no es el momento, puede ser más adelante”. Nunca es el momento para nada. Y así nos pasamos la vida en la mediocridad y el conformismo, siempre esperando los momentos. Hoy sí es el momento para cuestionar, para debatir. Ahora sí es el momento.
¿El futuro? No lo sé. No lo tengo claro. Estimo que nadie lo tiene completamente claro. Pero si acaso me animaría a esbozar unas reflexiones, pienso que tenemos el reto de repensar nuestra sociedad y la forma en la que nos hemos venido relacionando. Por mi parte, estoy aún más convencida que ni la salud, ni la educación se negocian y que debemos apostar por lo público para que todos los derechos sean para todas las personas. Estos días me he preguntado mucho: ¿hemos sido realmente humanos? ¿hemos vivido pensando en los demás?
Me preocupa sobremanera saber que nuestro país quedará aún más complicado: menos trabajo, más inseguridad, más desigualdad. Tenemos el reto de repensar nuestro mundo. Ojalá estemos a la altura. Ojalá tengamos la suficiente humanidad para discutir el futuro con sabiduría. Ojalá.
Pero si tenemos que sacar algo positivo de esta situación, es que hemos visto la esperanza traducida en muchas personas organizándose para ayudar. Hemos aprendido que los obreros, los médicos, los agricultores y muchos oficios más, que hoy están en primera línea, también merecen un espacio en la historia. Hemos aprendido que la dignidad no se mide solamente con títulos o maestrías: la dignidad se mide con valor y fortaleza. Hemos aprendido que la vida pasa y que tenemos el hoy para tomar en nuestras manos el mundo y tomarlo por asalto. Hemos aprendido que la salida siempre será colectiva y que los derechos no se negocian.
En medio de toda esta vorágine —mi vorágine— he sentido alegría, frustración, esperanza. He sido un vaivén de emociones, como una montaña rusa. Un día arriba, otro día abajo. Estos días me he reinventado, he tratado de reinventar los espacios en los que estoy involucrada, he iniciado el proceso de conformarme con las reuniones virtuales y las risas espontáneas en una pantalla. Es lo que tenemos por ahora. Estamos bien. Hay que agradecer.
En estos días he pensado mucho en lo necesario que es cuestionar ahora para cambiarlo todo después. Se ha creado un discurso fácil que nos dice “no critiques ni cuestiones, solo suma, ahora no es el momento”. Triste discurso porque para muchos nunca es el momento. Nunca debemos exigir los derechos de las mujeres, “hoy no es el momento, hay otras prioridades”. Nunca es el momento de pedir una reforma del sistema de pensiones, “hoy no es el momento, puede ser más adelante”. Nunca es el momento para nada. Y así nos pasamos la vida en la mediocridad y el conformismo, siempre esperando los momentos. Hoy sí es el momento para cuestionar, para debatir. Ahora sí es el momento.
¿El futuro? No lo sé. No lo tengo claro. Estimo que nadie lo tiene completamente claro. Pero si acaso me animaría a esbozar unas reflexiones, pienso que tenemos el reto de repensar nuestra sociedad y la forma en la que nos hemos venido relacionando. Por mi parte, estoy aún más convencida que ni la salud, ni la educación se negocian y que debemos apostar por lo público para que todos los derechos sean para todas las personas. Estos días me he preguntado mucho: ¿hemos sido realmente humanos? ¿hemos vivido pensando en los demás?
Me preocupa sobremanera saber que nuestro país quedará aún más complicado: menos trabajo, más inseguridad, más desigualdad. Tenemos el reto de repensar nuestro mundo. Ojalá estemos a la altura. Ojalá tengamos la suficiente humanidad para discutir el futuro con sabiduría. Ojalá.
Sobre Natalia Arbildo
Abogada. Activista Social. Ex Embajadora Joven por Naciones Unidas. Ex Secretaria de la Mujer de la Federación Universitaria de Lambayeque. Fundadora de Killa Perú. Ganadora del Premio Protagonistas del Cambio UPC 2019.
Facebook: Natalia Arbildo
Instagram: Natalia Arbildo
Fan page: Killa Perú
Abogada. Activista Social. Ex Embajadora Joven por Naciones Unidas. Ex Secretaria de la Mujer de la Federación Universitaria de Lambayeque. Fundadora de Killa Perú. Ganadora del Premio Protagonistas del Cambio UPC 2019.
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