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Danny Miranda: El amor sería nuestro único antídoto
Chiclayo, 15 de junio de 2020
Hace unos meses jamás nos hubiéramos imaginado que el olor que nos distinguiría sería la lejía, y una máscara nos borraría nuestra condición de humanos. El mundo entero experimentaría algo sin precedentes y, hasta hoy que escribo esto, no tiene por lo menos fecha de caducidad. Mi hermana y su familia habían estado de vacaciones en Europa desde enero y nos hacían partícipes de su amor y felicidad por las fotos que colgaban en redes. Ellos regresarían al Perú el ocho de marzo. Unos días antes se había detectado al paciente cero y seis días después el presidente Vizcarra nos mandaría a nuestras casas, cerraría las fronteras y nuestras vidas cambiarían para siempre.
Mi hermana, que la llamamos chinita por coincidencias raras de la vida, había estado caminando por un regadío de pólvora con su familia. Ahora, ya más calmados coincidimos telefónicamente. Ella en Lima y yo en Chiclayo, que fueron cosas de la divina providencia, cosas de la buena fortuna o, simplemente el amor, que irradiaban en las fotos tomadas al pie de la hermosa torre Eiffel, paseando en las góndolas por Venecia o visitando el glorioso estadio Allianz Arena, que los hizo inmunes a cualquier amenaza.
Mientras tanto mi mujer y yo habíamos tomado las medidas de seguridad con seriedad. No era para menos. Mi primogénito sufre de alergia bronquial. Había que cuidarlo al milímetro y no dejar que nada se nos escape. Desde ese entonces que el presidente salió por la tele a declarar nuestro confinamiento no hemos hecho otra cosa que vivir para mi hijo y que nuestro mundo gire en torno a él.
Han pasado ya más de un mes y parece que no hubiera conocido bien a la familia que todos los días veía, hace nueve años. He descubierto que mi mujer tiene unos hermosos ojos marrones, que es hipocondriaca y todos los días encuentra un remedio que vencerá al covid-19. He confirmado que Mathías tiene una memoria elefantiásica y cada noche inventa una nueva excusa para no ir a dormir a su cuarto. Y Zoé me ha sorprendido por lo espontánea, creativa y tener un speak perfect Inglish.
Al otro extremo se encuentra mi mamá, que se quedó sola con mi hermano menor en Huaraz por el viaje de mi hermana. De mamá adopte la manía loca de lavarme las manos a cada rato, hoy un don preciado. La primera persona en llamarme para mi primer extraño cumpleaños en cuarentena fue mamá. Me saludo con una voz triste y quebrada. Yo pensé que era de la emoción, pero no era eso. Estoy seguro que mamá tenía miedo a todo lo que estaba pasando y sentirse sola.
Esa mañana de abril mamá antes de cortar la llamada me dijo: te amo, mi hijo. Y como si las cosas más viles y malas, vinieran por algo, he sentido que ha curado todas nuestras molestias y esa manera cortés que teníamos de hablar desde hace nueve años, cuatro meses y dos días.
Mi hermana, que la llamamos chinita por coincidencias raras de la vida, había estado caminando por un regadío de pólvora con su familia. Ahora, ya más calmados coincidimos telefónicamente. Ella en Lima y yo en Chiclayo, que fueron cosas de la divina providencia, cosas de la buena fortuna o, simplemente el amor, que irradiaban en las fotos tomadas al pie de la hermosa torre Eiffel, paseando en las góndolas por Venecia o visitando el glorioso estadio Allianz Arena, que los hizo inmunes a cualquier amenaza.
Mientras tanto mi mujer y yo habíamos tomado las medidas de seguridad con seriedad. No era para menos. Mi primogénito sufre de alergia bronquial. Había que cuidarlo al milímetro y no dejar que nada se nos escape. Desde ese entonces que el presidente salió por la tele a declarar nuestro confinamiento no hemos hecho otra cosa que vivir para mi hijo y que nuestro mundo gire en torno a él.
Han pasado ya más de un mes y parece que no hubiera conocido bien a la familia que todos los días veía, hace nueve años. He descubierto que mi mujer tiene unos hermosos ojos marrones, que es hipocondriaca y todos los días encuentra un remedio que vencerá al covid-19. He confirmado que Mathías tiene una memoria elefantiásica y cada noche inventa una nueva excusa para no ir a dormir a su cuarto. Y Zoé me ha sorprendido por lo espontánea, creativa y tener un speak perfect Inglish.
Al otro extremo se encuentra mi mamá, que se quedó sola con mi hermano menor en Huaraz por el viaje de mi hermana. De mamá adopte la manía loca de lavarme las manos a cada rato, hoy un don preciado. La primera persona en llamarme para mi primer extraño cumpleaños en cuarentena fue mamá. Me saludo con una voz triste y quebrada. Yo pensé que era de la emoción, pero no era eso. Estoy seguro que mamá tenía miedo a todo lo que estaba pasando y sentirse sola.
Esa mañana de abril mamá antes de cortar la llamada me dijo: te amo, mi hijo. Y como si las cosas más viles y malas, vinieran por algo, he sentido que ha curado todas nuestras molestias y esa manera cortés que teníamos de hablar desde hace nueve años, cuatro meses y dos días.
Viviendo con el enemigo
El viernes 22 de mayo me levanté de un mal humor y en la tarde, después de un día esquivo, estuve tirado en la cama, como si un camión me hubiera pasado por encima. Los escalofríos y mi estado febril nos pusieron más que alerta.
Mi esposa había estado mal hace unos días atrás y mi hija también tuvo un ligero malestar. Hasta ahí no creímos que pudiéramos estar contagiados. Nosotros, que habíamos puesto en raya a todo y cumplimos con todas las medidas para no dejar que esta implacable enfermedad tuviera chances de entrar en casa.
La casa era baldeada con chorros generosos de lejía. Todos los productos que entraban eran de frente llevados al lavadero, le echábamos chisguetes de agua con lejía a las manijas de las puertas, ventanas y las suelas de los zapatos y, por si eso fuera poco, teníamos la maniática costumbre de meter en la cacerola todos los panes y bizcochos, a fuego lento, antes de consumirlos.
Así que no había forma de cómo el virus entrara a casa. Era prácticamente imposible. Tanto fue nuestra determinación que las personas más allegadas aceptaban y confirmaban nuestras reglas. En todas estas medidas extravagantes se escondía un miedo terrible por nuestro primogénito, mi hijo de 8 años, quien sufre de alergia bronquial y que la pasa muy mal cuando le asalta sus crisis. Nos cuidábamos como unos locos enfermizos y no dábamos ningunas chances al covid-19.
Por eso, el día en que mi mujer tuvo que aislarse tras muchos días de retraso –ella no desarrolló los síntomas comunes–, mis pensamientos se dirigieron hacia mi pequeño hijo que hasta ese momento se mostraba sano. Mi pequeña hija y yo, en cambio, sí parecíamos tener los primeros malestares. Si al virus en mi casa se la pusimos difícil para que pudiera ingresar el virus parece que también la hubiera puesto difícil para ser detectado.
Mi mujer, después de unos días complicados, pudo mejorar. Mi hija no tuvo ninguna otra recaída. Mi hijo andaba inmune por la casa. Solo nos hacía saltar con su tosecita bendita, la que conocemos a la perfección y que no atañe ningún peligro. Y yo, después de unos días, me sentí fatal y sentí una pedregosa respiración, que empeoraba con el paso de los días. La fiebre, la maldita fiebre una vez más me tumbó a la cama y esta vez por partida doble.
Mi mamá, desde Huaraz me timbraba insistentemente, como imaginándose mi situación. Yo le esquive algunas llamadas porque en verdad no podía hablar y tenía una tos de mierda. Pero ella no se dio por vencida y cuando le contesté lo hice con la firme determinación de no decirle nada. Sin embargo, como nadie ha nacido para engañar a su madre, ella me dijo que me había soñado nostálgico y triste, de modo que yo acabé aceptando que estaba mal y no podía hablar mucho, mas no habría que alarmarse, que todo estaría bien.
EsSalud con una eficiencia que nunca tuvo en todos los años de asegurados nos monitorean y mandan a una enfermera a administrarnos medicinas, a chequear nuestra respiración y a darnos Ivermectina.
Hoy que escribo esto, mi mujer cumple 13 días de aislamiento y mis hijos no resisten más, mandan a un carajo todos los protocolos que nos impone esta enfermedad. Se ponen al pie de la escalera y se ponen a cantar una canción que previamente han compuesto y han practicado. Mi mujer llora en plena inhalación de eucalipto y a mí también se me humedecen los ojos. Pero en esta oportunidad no hay tregua para la melancolía. Debemos sacar las fuerzas de donde mierda sea para doblar este infortunio que nosotros no nos hemos buscado.
Mi esposa había estado mal hace unos días atrás y mi hija también tuvo un ligero malestar. Hasta ahí no creímos que pudiéramos estar contagiados. Nosotros, que habíamos puesto en raya a todo y cumplimos con todas las medidas para no dejar que esta implacable enfermedad tuviera chances de entrar en casa.
La casa era baldeada con chorros generosos de lejía. Todos los productos que entraban eran de frente llevados al lavadero, le echábamos chisguetes de agua con lejía a las manijas de las puertas, ventanas y las suelas de los zapatos y, por si eso fuera poco, teníamos la maniática costumbre de meter en la cacerola todos los panes y bizcochos, a fuego lento, antes de consumirlos.
Así que no había forma de cómo el virus entrara a casa. Era prácticamente imposible. Tanto fue nuestra determinación que las personas más allegadas aceptaban y confirmaban nuestras reglas. En todas estas medidas extravagantes se escondía un miedo terrible por nuestro primogénito, mi hijo de 8 años, quien sufre de alergia bronquial y que la pasa muy mal cuando le asalta sus crisis. Nos cuidábamos como unos locos enfermizos y no dábamos ningunas chances al covid-19.
Por eso, el día en que mi mujer tuvo que aislarse tras muchos días de retraso –ella no desarrolló los síntomas comunes–, mis pensamientos se dirigieron hacia mi pequeño hijo que hasta ese momento se mostraba sano. Mi pequeña hija y yo, en cambio, sí parecíamos tener los primeros malestares. Si al virus en mi casa se la pusimos difícil para que pudiera ingresar el virus parece que también la hubiera puesto difícil para ser detectado.
Mi mujer, después de unos días complicados, pudo mejorar. Mi hija no tuvo ninguna otra recaída. Mi hijo andaba inmune por la casa. Solo nos hacía saltar con su tosecita bendita, la que conocemos a la perfección y que no atañe ningún peligro. Y yo, después de unos días, me sentí fatal y sentí una pedregosa respiración, que empeoraba con el paso de los días. La fiebre, la maldita fiebre una vez más me tumbó a la cama y esta vez por partida doble.
Mi mamá, desde Huaraz me timbraba insistentemente, como imaginándose mi situación. Yo le esquive algunas llamadas porque en verdad no podía hablar y tenía una tos de mierda. Pero ella no se dio por vencida y cuando le contesté lo hice con la firme determinación de no decirle nada. Sin embargo, como nadie ha nacido para engañar a su madre, ella me dijo que me había soñado nostálgico y triste, de modo que yo acabé aceptando que estaba mal y no podía hablar mucho, mas no habría que alarmarse, que todo estaría bien.
EsSalud con una eficiencia que nunca tuvo en todos los años de asegurados nos monitorean y mandan a una enfermera a administrarnos medicinas, a chequear nuestra respiración y a darnos Ivermectina.
Hoy que escribo esto, mi mujer cumple 13 días de aislamiento y mis hijos no resisten más, mandan a un carajo todos los protocolos que nos impone esta enfermedad. Se ponen al pie de la escalera y se ponen a cantar una canción que previamente han compuesto y han practicado. Mi mujer llora en plena inhalación de eucalipto y a mí también se me humedecen los ojos. Pero en esta oportunidad no hay tregua para la melancolía. Debemos sacar las fuerzas de donde mierda sea para doblar este infortunio que nosotros no nos hemos buscado.
Danny Miranda
Nació en Huaraz. Desde muy pequeño fue rotando de Lima para Huaraz, de Huaraz para Chiclayo y así sucesivamente. Ha publicado un libro de relatos llamado los Huéspedes de Macaria. Tienen un poemario, un ramillete de cuentos y una novela inconclusa, todas ellas inéditas. Aunque ama la literatura ha estudiado turismo y hoy actualmente se encuentra en los cuarteles de invierno dedicado a aprender idiomas en la Universidad Pedro Ruiz Gallo.
Nació en Huaraz. Desde muy pequeño fue rotando de Lima para Huaraz, de Huaraz para Chiclayo y así sucesivamente. Ha publicado un libro de relatos llamado los Huéspedes de Macaria. Tienen un poemario, un ramillete de cuentos y una novela inconclusa, todas ellas inéditas. Aunque ama la literatura ha estudiado turismo y hoy actualmente se encuentra en los cuarteles de invierno dedicado a aprender idiomas en la Universidad Pedro Ruiz Gallo.
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