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DÍA 1: EL DESCUBRIMIENTO
No había sido fácil salir del estado en el que me encontraba. Esa necesidad inútil de querer desaparecer, de no sentir nada, como si me hubiese encarnado en un juggernaut dormido, esperando un solo movimiento, un leve ruido que me haga explotar, hasta que…
Era un día repetido, el mismo carrete de película corriendo, los mismos malos actores, ese presentimiento de que todo volverá a suceder, que llegará la noche y un “Fin” desconcertante mandará a todos a dormir. Mientras pensaba eso, observaba el maldito cielo gris que hacía aún más triste la mirada de la gente que caminaba apurada, una tras otra, como en fila india, mirándose con sus ojos desorientados que traslucían lo estropeadas que estaban sus vidas. Esta era mi realidad. Allí estaba yo, expectante, detrás de una ventana, mientras buscaba algún buen libro en la oficina de mamá.
Uno no tiene idea de las cosas que pasan por la cabeza mientras lees los títulos de los libros antes de escoger alguno -en el mejor de los casos-, o no elegir nada y mandar todo al diablo – en el peor - , pues entre la desidia que me embargaba y lo que podía dilucidar desde mi gigante ventana, no tenía mucho que esperar.
Por esa razón, encontrar un libro interesante era crucial para mí. La oportunidad que me quedaba para dar un último aliento, estaba atrapada en la escena de la película donde el protagonista elige vivir o morir, y opté por lo primero como plan de salvación: tuve esperanza por primera vez en mucho tiempo. Sentí esa chispa, ese microscópico fuego incandescente que de repente me llevó a encontrar lo que buscaba.
Y así, con mi tesoro en las manos, me senté en el infinito sillón de cuero negro, sintiéndome como un pequeño pez, un ser libre de dilaciones, un animal diminuto que vive para nadar, y yo -que no tengo branquias-solo quise leer para sentir esa paz de la que hablan algunas personas que en el desapego han encontrado su eudaimonia. Lejos de seguir filosofando sobre esto, empecé mi lectura. Todo lo que mi voz mental decía era diferente a cualquier texto que hubiese leído antes y mientras más pasaba el tiempo, más me daba cuenta que nada me había preparado para leer a Cortázar, ni mucho menos para comprender las “Historias de cronopios y famas”. Esto era algo sin duda especial. Especial porque entendía a esos seres pequeños y verdes llamados cronopios, que no eran más que una negación a todo lo planteado en el mundo. Ellos entendían la hermosura de una flor, las ansías de una tortuga por ser ave, lloraban cuando llovía, y reían cuando querían, cuando se les daba la gana de hacerlo, como si fueran seres sin piel, pequeñas cosas sensibles expuestas a la realidad, que debían lidiar con las famas, que por el contrario, vivían impermeables a la realidad cargando su pesado yo, mostrando su cabeza altiva como varias personas que he visto y se ufanan de sus superfluas ideas sobre la vida.
No tengo idea de cuánto tiempo pasó mientras yo me fundía con el libro, con los cronopios, con las ganas inmensas de querer que existan, tenerlos cerca, aprender de ellos; pero cuando alcé la vista, el plenilunio ya se veía desde mi ventana y sentí esa felicidad que muy pocas veces aparecía.
Esperé con calma que mi corazón se apaciguara y me dispuse a pararme sintiendo como se enfriaban mis pies en el frío parqué. Luego cogí mi preciado bien para ir a descansar lo que me quedaba de tiempo. Mientras me dirigía a la puerta de la oficina me percaté de que todo estaba muy tranquilo. No escuchaba ni el leve sonido de las manecillas del reloj, solo el eco sordo de mis pisadas. Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando de repente vino a mí como un susurro el leve sonido de un movimiento, como si el aire fuera cortado con el filo de una espada y temblé de susto. Demoré unos segundos en tomar la decisión de darme la vuelta para atisbar qué cosa pasaba, hasta que torpemente volteé mi rostro y entonces lo vi. Aguanté la respiración de repente, apreté fuerte los ojos comprobando si todo era un sueño, pero no, ahí estaba, con sus enormes ojos de niño pícaro acompañado de una sonrisa borrosa, que me daba la bienvenida a algo que ya presentía.
No había sido fácil salir del estado en el que me encontraba. Esa necesidad inútil de querer desaparecer, de no sentir nada, como si me hubiese encarnado en un juggernaut dormido, esperando un solo movimiento, un leve ruido que me haga explotar, hasta que…
Era un día repetido, el mismo carrete de película corriendo, los mismos malos actores, ese presentimiento de que todo volverá a suceder, que llegará la noche y un “Fin” desconcertante mandará a todos a dormir. Mientras pensaba eso, observaba el maldito cielo gris que hacía aún más triste la mirada de la gente que caminaba apurada, una tras otra, como en fila india, mirándose con sus ojos desorientados que traslucían lo estropeadas que estaban sus vidas. Esta era mi realidad. Allí estaba yo, expectante, detrás de una ventana, mientras buscaba algún buen libro en la oficina de mamá.
Uno no tiene idea de las cosas que pasan por la cabeza mientras lees los títulos de los libros antes de escoger alguno -en el mejor de los casos-, o no elegir nada y mandar todo al diablo – en el peor - , pues entre la desidia que me embargaba y lo que podía dilucidar desde mi gigante ventana, no tenía mucho que esperar.
Por esa razón, encontrar un libro interesante era crucial para mí. La oportunidad que me quedaba para dar un último aliento, estaba atrapada en la escena de la película donde el protagonista elige vivir o morir, y opté por lo primero como plan de salvación: tuve esperanza por primera vez en mucho tiempo. Sentí esa chispa, ese microscópico fuego incandescente que de repente me llevó a encontrar lo que buscaba.
Y así, con mi tesoro en las manos, me senté en el infinito sillón de cuero negro, sintiéndome como un pequeño pez, un ser libre de dilaciones, un animal diminuto que vive para nadar, y yo -que no tengo branquias-solo quise leer para sentir esa paz de la que hablan algunas personas que en el desapego han encontrado su eudaimonia. Lejos de seguir filosofando sobre esto, empecé mi lectura. Todo lo que mi voz mental decía era diferente a cualquier texto que hubiese leído antes y mientras más pasaba el tiempo, más me daba cuenta que nada me había preparado para leer a Cortázar, ni mucho menos para comprender las “Historias de cronopios y famas”. Esto era algo sin duda especial. Especial porque entendía a esos seres pequeños y verdes llamados cronopios, que no eran más que una negación a todo lo planteado en el mundo. Ellos entendían la hermosura de una flor, las ansías de una tortuga por ser ave, lloraban cuando llovía, y reían cuando querían, cuando se les daba la gana de hacerlo, como si fueran seres sin piel, pequeñas cosas sensibles expuestas a la realidad, que debían lidiar con las famas, que por el contrario, vivían impermeables a la realidad cargando su pesado yo, mostrando su cabeza altiva como varias personas que he visto y se ufanan de sus superfluas ideas sobre la vida.
No tengo idea de cuánto tiempo pasó mientras yo me fundía con el libro, con los cronopios, con las ganas inmensas de querer que existan, tenerlos cerca, aprender de ellos; pero cuando alcé la vista, el plenilunio ya se veía desde mi ventana y sentí esa felicidad que muy pocas veces aparecía.
Esperé con calma que mi corazón se apaciguara y me dispuse a pararme sintiendo como se enfriaban mis pies en el frío parqué. Luego cogí mi preciado bien para ir a descansar lo que me quedaba de tiempo. Mientras me dirigía a la puerta de la oficina me percaté de que todo estaba muy tranquilo. No escuchaba ni el leve sonido de las manecillas del reloj, solo el eco sordo de mis pisadas. Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando de repente vino a mí como un susurro el leve sonido de un movimiento, como si el aire fuera cortado con el filo de una espada y temblé de susto. Demoré unos segundos en tomar la decisión de darme la vuelta para atisbar qué cosa pasaba, hasta que torpemente volteé mi rostro y entonces lo vi. Aguanté la respiración de repente, apreté fuerte los ojos comprobando si todo era un sueño, pero no, ahí estaba, con sus enormes ojos de niño pícaro acompañado de una sonrisa borrosa, que me daba la bienvenida a algo que ya presentía.