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Una flor en mitad del abismo
Lima, 21 de diciembre de 2017
Por Roy Alfonso Vega Jácome
La naturaleza del abismo es la oscuridad. Un abismo es aquella zona impenetrable, misteriosa, infinita, en la que conviven nuestros miedos, deseos y reflexiones más intensas. Es el símil perfecto de las tinieblas que nos rodean antes de nacer y antes de morir.
La canción, entonces, vendría a ser ese grito desesperado y a la vez armónico dispuesto a penetrar como una tímida franja de luz en la oscuridad inconmensurable. Algo tan cercano a la imagen de una flor que crece en mitad del abismo.
Esta parece ser la propuesta que la poeta chiclayana Matilde Granados Requejo ha desarrollado en su segundo poemario, a cargo de Ediciones Prometeo Desencadenado, que sorprende gratamente por la fuerza de sus versos y su capacidad para desnudar con franqueza sus más íntimas emociones.
El poema que da inicio al libro resulta fundamental para comprender su naturaleza: “Niños asesinos / clavan cuchillos en mis ojos. / Se toman mi sangre / para volver a la vida. / Nacen de mis manos en un día cualquiera”.
Desde el inicio, oposiciones como vida/muerte, luz/oscuridad, padre/madre y creación/destrucción se hacen presentes en el discurso para dotarlo de un cariz ambivalente, como una radiografía de la confusión y la angustia que padece la voz poética.
En este primer texto, pequeño y contundente, se dibuja la atmósfera de oscuridad y dolor que recorre todo el libro; y a la vez se perfila ese chispazo de vida que proporciona la sangre, como un deseo de que alguien llegue con una vela a iluminar el abismo en el cual la voz poética medita, como diría Vallejo, “en ferrado reposo”.
En tal sentido, los niños, seres que recién se abren a la vida, que son crueles e inocentes por igual, “nacen” de las manos de la poeta, es decir, el acto de creación literaria es considerado un mecanismo que le permite a la autora diseccionar sus emociones para observarlas y acaso tratar de buscar una respuesta a su incertidumbre.
Esta idea refuerza el potente título del poemario, y se complementa muy bien con los demás textos. Es llamativo, por ejemplo, cuando en el poema “7”, la autora nos dice: “Nuestro hijo, / hambriento, se come la piel / y llora frente a su último poema: la vida”.
La angustia de vivir es palpable en estas palabras. Son recurrentes las imágenes mórbidas, el lenguaje descarnado, la oscuridad a la que nos hemos referido; pero siempre con una dosis de esperanza: una tenue luz que brilla por unos pocos momentos para iluminar a la criatura que habita el sótano del lenguaje.
La canción, entonces, vendría a ser ese grito desesperado y a la vez armónico dispuesto a penetrar como una tímida franja de luz en la oscuridad inconmensurable. Algo tan cercano a la imagen de una flor que crece en mitad del abismo.
Esta parece ser la propuesta que la poeta chiclayana Matilde Granados Requejo ha desarrollado en su segundo poemario, a cargo de Ediciones Prometeo Desencadenado, que sorprende gratamente por la fuerza de sus versos y su capacidad para desnudar con franqueza sus más íntimas emociones.
El poema que da inicio al libro resulta fundamental para comprender su naturaleza: “Niños asesinos / clavan cuchillos en mis ojos. / Se toman mi sangre / para volver a la vida. / Nacen de mis manos en un día cualquiera”.
Desde el inicio, oposiciones como vida/muerte, luz/oscuridad, padre/madre y creación/destrucción se hacen presentes en el discurso para dotarlo de un cariz ambivalente, como una radiografía de la confusión y la angustia que padece la voz poética.
En este primer texto, pequeño y contundente, se dibuja la atmósfera de oscuridad y dolor que recorre todo el libro; y a la vez se perfila ese chispazo de vida que proporciona la sangre, como un deseo de que alguien llegue con una vela a iluminar el abismo en el cual la voz poética medita, como diría Vallejo, “en ferrado reposo”.
En tal sentido, los niños, seres que recién se abren a la vida, que son crueles e inocentes por igual, “nacen” de las manos de la poeta, es decir, el acto de creación literaria es considerado un mecanismo que le permite a la autora diseccionar sus emociones para observarlas y acaso tratar de buscar una respuesta a su incertidumbre.
Esta idea refuerza el potente título del poemario, y se complementa muy bien con los demás textos. Es llamativo, por ejemplo, cuando en el poema “7”, la autora nos dice: “Nuestro hijo, / hambriento, se come la piel / y llora frente a su último poema: la vida”.
La angustia de vivir es palpable en estas palabras. Son recurrentes las imágenes mórbidas, el lenguaje descarnado, la oscuridad a la que nos hemos referido; pero siempre con una dosis de esperanza: una tenue luz que brilla por unos pocos momentos para iluminar a la criatura que habita el sótano del lenguaje.
Las referencias al padre y la madre son igual de potentes y continúan el sendero de dicotomías en el cual se basa Canción del abismo. En el poema “6”, la imagen del padre está vinculada al silencio, a la distancia, todo ello hábilmente disfrazado por la poeta bajo la atmósfera de los juegos infantiles: “Papá, ¿quieres jugar a coserte la boquita? / ¿No es peligroso? / Sí, papá, pero solo es un juego”.
La madre en el universo poético de Granados Requejo ofrece un espacio de mayor intimidad y pluralidad de significados. Por ejemplo, la madre es el ser que, como se indica en el poema “10”, puede dar mucho amor, pero ello no es suficiente. Y es también una fuerza que se asienta en la casa, en el hogar, arquetipo literario tan trabajado a lo largo de la historia.
“La casa madre”, de la que se habla en los poemas “8” y “9” en términos de destrucción, hundimiento (al estilo de Edgar Allan Poe) y transición, es fundamental para comprender el universo que propone la autora. La casa es el elemento materno que se pierde, que da amor pero no basta, que puede acoger y puede derrumbarse, que puede brindar calor de hogar y también una soledad agobiante.
Esta idea se concatena con los poemas “15” y “19”, en los cuales la temática de la habitación oscura, con sutiles pinceladas de claustrofobia y retorno al útero materno, ayudan a configurar la poética del abismo que alberga una canción, un rayo de luz que se niega a mirar a la poeta; pero cuya presencia está ahí, como un oasis varado en el desierto.
La angustia que provoca el desamor es otro de los temas fundamentales de Canción del abismo. El recuerdo del ser amado es un espejismo agobiante que constantemente se acerca a la garganta de la poeta. Es, en suma, un recuerdo distorsionado que provoca placer y dolor: “Fantasmas que juegan y cantan alrededor. Tu aliento aplastado por un montón de tierra”, nos dice la autora en el poema “14”. Y también en el número “16”: “Criatura, / pedazo mezquino de mi vida. / Un día caeremos rendidos / sobre un cielo / lleno de sofismas / y flores carnívoras”.
Esta automirada que se lleva a cabo sin concesiones o posturas autocompasivas, sino todo lo contrario, con el rigor de la palabra cargada de tinieblas; esta automirada alcanza su punto estético más alto en el texto “18”, una suerte de arte poética que resume muy bien la propuesta de Granados Requejo. Aquí a las oposiciones iniciales, a la oscuridad y la luz, la vida y la muerte, el placer y el dolor, el amor y el desamor, se añade el elemento del paso del tiempo: “Alguien pregunta mi edad. / Recuerdo que una cana / se balancea en mi hombro. / No es fácil. / Mi cuerpo crece”.
En el último poema, enigmático y misterioso, la poeta se enfrenta a una “voz siniestra” que le repite: “Todo es ficción. / No morirás, / todo es ficción”, como colofón contundente que resume esta idea de confusión, de ambivalencia, de episodios inconclusos, de vivencias dolorosas que solo el lenguaje y, en concreto, el poema como objeto de creación pueden mitigar al menos parcialmente, y dejar una rendija abierta para que la luz esquiva se filtre y bañe el rostro de la criatura que habita los abismos, mientras tararea una canción.
Matilde Granados Requejo ha escrito un libro cuya propuesta deja la buena impresión en el lector de que más versos y canciones vendrán a futuro, igual de sobrecogedores y dignos de reflexión. Vivimos una época difícil, y la poeta chiclayana lo sabe. Las puertas del abismo están abiertas de par en par.
* Texto leído el 1 de septiembre de 2017 durante la presentación de Canción del abismo en la Casa de la Literatura Peruana.
La madre en el universo poético de Granados Requejo ofrece un espacio de mayor intimidad y pluralidad de significados. Por ejemplo, la madre es el ser que, como se indica en el poema “10”, puede dar mucho amor, pero ello no es suficiente. Y es también una fuerza que se asienta en la casa, en el hogar, arquetipo literario tan trabajado a lo largo de la historia.
“La casa madre”, de la que se habla en los poemas “8” y “9” en términos de destrucción, hundimiento (al estilo de Edgar Allan Poe) y transición, es fundamental para comprender el universo que propone la autora. La casa es el elemento materno que se pierde, que da amor pero no basta, que puede acoger y puede derrumbarse, que puede brindar calor de hogar y también una soledad agobiante.
Esta idea se concatena con los poemas “15” y “19”, en los cuales la temática de la habitación oscura, con sutiles pinceladas de claustrofobia y retorno al útero materno, ayudan a configurar la poética del abismo que alberga una canción, un rayo de luz que se niega a mirar a la poeta; pero cuya presencia está ahí, como un oasis varado en el desierto.
La angustia que provoca el desamor es otro de los temas fundamentales de Canción del abismo. El recuerdo del ser amado es un espejismo agobiante que constantemente se acerca a la garganta de la poeta. Es, en suma, un recuerdo distorsionado que provoca placer y dolor: “Fantasmas que juegan y cantan alrededor. Tu aliento aplastado por un montón de tierra”, nos dice la autora en el poema “14”. Y también en el número “16”: “Criatura, / pedazo mezquino de mi vida. / Un día caeremos rendidos / sobre un cielo / lleno de sofismas / y flores carnívoras”.
Esta automirada que se lleva a cabo sin concesiones o posturas autocompasivas, sino todo lo contrario, con el rigor de la palabra cargada de tinieblas; esta automirada alcanza su punto estético más alto en el texto “18”, una suerte de arte poética que resume muy bien la propuesta de Granados Requejo. Aquí a las oposiciones iniciales, a la oscuridad y la luz, la vida y la muerte, el placer y el dolor, el amor y el desamor, se añade el elemento del paso del tiempo: “Alguien pregunta mi edad. / Recuerdo que una cana / se balancea en mi hombro. / No es fácil. / Mi cuerpo crece”.
En el último poema, enigmático y misterioso, la poeta se enfrenta a una “voz siniestra” que le repite: “Todo es ficción. / No morirás, / todo es ficción”, como colofón contundente que resume esta idea de confusión, de ambivalencia, de episodios inconclusos, de vivencias dolorosas que solo el lenguaje y, en concreto, el poema como objeto de creación pueden mitigar al menos parcialmente, y dejar una rendija abierta para que la luz esquiva se filtre y bañe el rostro de la criatura que habita los abismos, mientras tararea una canción.
Matilde Granados Requejo ha escrito un libro cuya propuesta deja la buena impresión en el lector de que más versos y canciones vendrán a futuro, igual de sobrecogedores y dignos de reflexión. Vivimos una época difícil, y la poeta chiclayana lo sabe. Las puertas del abismo están abiertas de par en par.
* Texto leído el 1 de septiembre de 2017 durante la presentación de Canción del abismo en la Casa de la Literatura Peruana.
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