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Víctor Hugo Palacios: "El desprecio del cuerpo conduce al desprecio de la naturaleza y separa su destino del nuestro"
Chiclayo, 24 de febrero de 2020
Por Gianfranco Mejía Coronel
De las ponencias que escuchamos en *La Noche de las Ideas, destaca “Del miedo al despecho, una breve historia de nuestra destrucción de la naturaleza” del filósofo Víctor Hugo Palacios, por la valiosa información de autores, citas y datos que acompañaron el recorrido histórico que el autor realizó sobre la relación entre el hombre y la naturaleza a través del arte y la filosofía. Pero la parte más interesante surge al final, cuando Palacios -luego de responder preguntas del público-, comenta que la idea de que el espíritu es superior al cuerpo, aleja al hombre de la naturaleza puesto que el hombre está más cerca de la materia que del espíritu, en todo caso de lo visible, de lo palpable como la naturaleza.
A continuación, la entrevista a Víctor Hugo Palacios Cruz:
A lo largo de la historia, ¿cuáles han sido los acontecimientos mundiales que han cambiado el rumbo de la humanidad en su relación con la naturaleza, que como usted plantea ha ido del miedo al despecho?
Cada época de la historia posee una imagen del mundo y de la vida basada en una mezcla de experiencias, pensamientos y ficciones. En el centro de esta construcción cultural cambiante aparece el modo cómo se entiende la relación del hombre o de la comunidad con la naturaleza. Durante siglos esa relación fue de pertenencia, de comunión con la totalidad circundante.
El cristianismo medieval, bajo la influencia de Platón, introdujo una separación drástica entre el mundo visible y el más allá celestial y superior. Una conjunción de desgracias, plagas y pestes a fines del medioevo, combinado con el crecimiento de la burguesía comercial y la reivindicación de la figura humana, impulsaron un cambio de actitud, en concreto una mirada deseosa de conocimiento y de dominio esperanzada en el control de los fenómenos e incluso en la superioridad definitiva de nuestra especie concebida no en armonía sino contra el universo. Pasamos del terror de la naturaleza, del sentimiento de vulnerabilidad y pequeñez ante los elementos, a un orgullo y una embriaguez de poder, aliada con el mercado y el poder político, que se ensañó con los recursos naturales con la misma pasión vengativa de un despecho ciego y desatado.
Toda la modernidad fue un estado de fiebre científica, entusiasmo técnico y optimismo social que experimentó una terrible sacudida con las dos guerras mundiales, la evidencia de que la ciencia produce una mortandad apocalíptica en el uso de la energía atómica, y la certeza de que en el corazón de la humanidad anida el horror a través de las imágenes del holocausto judío. Posteriormente, las señales de contaminación creciente y alteración de los ritmos climatológicos, así como la explosión de una economía de consumo desenfrenada e insostenible, han puesto delante de nuestros ojos las consecuencias innegables de nuestra propia vehemencia e incapacidad para un desarrollo equilibrado y una economía razonable.
¿A qué se refiere cuando dice “el rechazo del estado de las cosas tienta a menudo con la defensa de lo diametralmente opuesto, que casi nunca es lo mejor”?
Montaigne dice que cuando un palo está torcido solemos enderezarlo torciéndolo en el sentido contrario. Ese mismo acto reflejo nos gana en otros planos de la conducta y la psicología. Soy partidario total de la igualdad de derechos entre varón y mujer, y deploro con todas mis fuerzas el machismo y la violencia contra la mujer. Pero ello no me impide advertir que algunos sectores del feminismo -incluso ya en los años 60 y 70 en Estados Unidos- han derivado hacia una negación, exclusión y demonización de lo masculino, es decir hacia una inversión del mismo estado de desigualdad lamentable que lo había inspirado. Así también, corrientes populares como el veganismo y el animalismo llevan la conciencia medioambiental hacia extremos en mi opinión peligrosos, que plantean una visión idílica de la naturaleza y una denigración exagerada de la especie humana que, contradictoriamente, es la única especie viva capaz de renegar de sí misma y de defender abnegadamente la vida vegetal y animal.
¿Por qué siendo seres ambivalentes estamos tal lejos del justo medio?
Sin duda, es una pregunta ambiciosa muy justificada. Es como cuestionar por qué la historia de la humanidad ha discurrido tal como la conocemos, una historia en que el ego y la pasión han ganado más batallas que la justicia, la convivencia y la prudencia. No creo tener autoridad para dar respuesta a algo semejante, sin embargo, como filósofo diría que el ser que somos es de suyo inquieto, incapaz de estabilidad, y que siempre se mueve en una dirección o en otra. A esa fuerza excepcional, totalmente inexistente en otras formas de vida sobre la Tierra, debemos también el otro lado más luminoso de nuestra condición: el arte más conmovedor, el heroísmo de muchos actos de servicio o solidaridad, el pensamiento más audaz, etc. El humano es un ser libre abierto a todas las posibilidades. Si suprimiéramos esa libertad a fin de garantizar un devenir universal en el sentido anhelado, obtendríamos una vida correcta que odiaríamos profundamente vivir. Es la paradoja que somos.
¿Se puede recuperar las riendas de la humanidad? o ¿La destrucción es inevitable?
Sujetar la humanidad a unas riendas sería algo comparable a un estado totalitario, aunque la dirección de su gobierno sea aparentemente buena y deseable. La libertad es de las personas y no del todo colectivo. Sin embargo, entendiendo la intención de tu pregunta, diría que por supuesto que es posible detener la marcha de las cosas. Pero es tan difícil. Hay intereses político-empresariales conservadores que, incluso, financian informes científicos fraudulentos que niegan la existencia del cambio climático, y achacan el relato del desastre medioambiental a una izquierda moralizante y vanidosa. Es así de ridículo, pero es una actitud menos reducida de lo que desearíamos a fin de extender el consenso que urge para una política medioambiental de carácter unánime y global, que es como únicamente podría ser eficiente. Por lo demás, las consecuencias gravísimas de lo que ya hicimos durante décadas y siglos ya son desdichadamente inevitables. El ritmo de los procesos naturales es de largo aliento, y todo lo que desde ahora hagamos y cambiemos solo podrá contrarrestar una parte pequeña del desastre. Por eso, el cambio de actitud medioambiental debe ser un acuerdo global por encima de intereses económicos, religiones e ideologías, y concebido para un largo plazo que seguramente ya no viviremos los que ahora empecemos el cambio. El futuro es lo que tiembla con desesperación en las manos inaceptablemente vacilantes del presente.
Al final de su ponencia usted planteó una tesis personal acerca de cómo debe ser visto o entendido el ser humano para que pueda relacionarse en armonía con la naturaleza, desplazando la idea de cuerpo – alma. Podría precisar sus argumentos al respecto.
En mis clases defiendo una reivindicación de dos dimensiones de la condición humana especialmente en peligro en nuestro tiempo, la social y la corpórea. Dos facetas esenciales de nuestro ser que el individualismo del consumismo, la competitividad, el exitismo profesional, el narcisismo y la invasión tecnológica y virtual ponen silenciosamente en riesgo. Justamente uno de los fundamentos del desprecio de la naturaleza y la utilización desbordada de sus recursos es, sin la menor duda, la definición de lo material como un orden ajeno a la excelencia de nuestro espíritu y nuestra razón. Lo encontramos en el orfismo antiguo, en los pitagóricos, en Platón, en San Pablo, en la mentalidad medieval, el luteranismo y en la metafísica de Descartes y sus sucesores racionalistas e idealistas. La idea de que el cuerpo es fuente de todo mal y oscuridad es absurda, pero sumamente atractiva por su simplicidad para explicar nuestra conducta y nuestras debilidades.
Contra lo que mucha gente cree, pienso que el cristianismo evangélico es por el contrario una reivindicación incluso dramática de la carne. Si Jesucristo se hizo hombre haciéndose cuerpo, ello supone que la materia es constitutiva de lo humano. Muy obvio. De lo contrario, un alma pura y sin huesos ni músculos no podría haber sido víctima de una crucifixión y una flagelación. Me conmueve cuando en el relato bíblico se cuenta que el Maestro resucita, se reencuentra con sus discípulos todavía sin reacción y les pido algo de comer. Pero la filosofía de Descartes fue particularmente influyente en el Occidente moderno al concentrar lo humano no en la totalidad del alma sino solo en su racionalidad, interpretada además de modo reducido como razón lógico-deductiva. Descartes afirmó algo tan descabellado como que la conciencia de que somos pensamiento es más cierta que la existencia del cuerpo y del mundo. Luego comprimió el cuerpo y el mundo a una pura extensión cuantitativa, despojando de grandeza todo lo que no sea el “yo pensante” y convirtiéndolo en un conjunto ajeno y rudimentario cuya ruina, en consecuencia, no debería afectarnos moralmente.
No es, claro, el único protagonista de esta historia. Mucho menos fue consciente de las implicaciones de su metafísica dualista. Se suman otras variables científicas, técnicas, económicas y políticas que sería largo explicar aquí. Pero, en definitiva, el desprecio del cuerpo conduce al desprecio de la naturaleza y separa su destino del nuestro, desembarazándonos de toda responsabilidad. Reafirmar nuestra materialidad, sin caer en ningún materialismo –faltaba más-, refleja más fielmente nuestra condición y nos involucra más decididamente en el cuidado del entorno. Cómo articular esta reparación de lo corpóreo con la dimensión social para afrontar otros síntomas de nuestro tiempo sería motivo para otro encuentro y otra conversación. Gracias de nuevo.
*El evento organizado por la Alianza Francesa de Chiclayo se realizó en la Dirección Desconcentrada de Cultura de Lambayeque la noche del 30 e enero de 2020.
A continuación, la entrevista a Víctor Hugo Palacios Cruz:
A lo largo de la historia, ¿cuáles han sido los acontecimientos mundiales que han cambiado el rumbo de la humanidad en su relación con la naturaleza, que como usted plantea ha ido del miedo al despecho?
Cada época de la historia posee una imagen del mundo y de la vida basada en una mezcla de experiencias, pensamientos y ficciones. En el centro de esta construcción cultural cambiante aparece el modo cómo se entiende la relación del hombre o de la comunidad con la naturaleza. Durante siglos esa relación fue de pertenencia, de comunión con la totalidad circundante.
El cristianismo medieval, bajo la influencia de Platón, introdujo una separación drástica entre el mundo visible y el más allá celestial y superior. Una conjunción de desgracias, plagas y pestes a fines del medioevo, combinado con el crecimiento de la burguesía comercial y la reivindicación de la figura humana, impulsaron un cambio de actitud, en concreto una mirada deseosa de conocimiento y de dominio esperanzada en el control de los fenómenos e incluso en la superioridad definitiva de nuestra especie concebida no en armonía sino contra el universo. Pasamos del terror de la naturaleza, del sentimiento de vulnerabilidad y pequeñez ante los elementos, a un orgullo y una embriaguez de poder, aliada con el mercado y el poder político, que se ensañó con los recursos naturales con la misma pasión vengativa de un despecho ciego y desatado.
Toda la modernidad fue un estado de fiebre científica, entusiasmo técnico y optimismo social que experimentó una terrible sacudida con las dos guerras mundiales, la evidencia de que la ciencia produce una mortandad apocalíptica en el uso de la energía atómica, y la certeza de que en el corazón de la humanidad anida el horror a través de las imágenes del holocausto judío. Posteriormente, las señales de contaminación creciente y alteración de los ritmos climatológicos, así como la explosión de una economía de consumo desenfrenada e insostenible, han puesto delante de nuestros ojos las consecuencias innegables de nuestra propia vehemencia e incapacidad para un desarrollo equilibrado y una economía razonable.
¿A qué se refiere cuando dice “el rechazo del estado de las cosas tienta a menudo con la defensa de lo diametralmente opuesto, que casi nunca es lo mejor”?
Montaigne dice que cuando un palo está torcido solemos enderezarlo torciéndolo en el sentido contrario. Ese mismo acto reflejo nos gana en otros planos de la conducta y la psicología. Soy partidario total de la igualdad de derechos entre varón y mujer, y deploro con todas mis fuerzas el machismo y la violencia contra la mujer. Pero ello no me impide advertir que algunos sectores del feminismo -incluso ya en los años 60 y 70 en Estados Unidos- han derivado hacia una negación, exclusión y demonización de lo masculino, es decir hacia una inversión del mismo estado de desigualdad lamentable que lo había inspirado. Así también, corrientes populares como el veganismo y el animalismo llevan la conciencia medioambiental hacia extremos en mi opinión peligrosos, que plantean una visión idílica de la naturaleza y una denigración exagerada de la especie humana que, contradictoriamente, es la única especie viva capaz de renegar de sí misma y de defender abnegadamente la vida vegetal y animal.
¿Por qué siendo seres ambivalentes estamos tal lejos del justo medio?
Sin duda, es una pregunta ambiciosa muy justificada. Es como cuestionar por qué la historia de la humanidad ha discurrido tal como la conocemos, una historia en que el ego y la pasión han ganado más batallas que la justicia, la convivencia y la prudencia. No creo tener autoridad para dar respuesta a algo semejante, sin embargo, como filósofo diría que el ser que somos es de suyo inquieto, incapaz de estabilidad, y que siempre se mueve en una dirección o en otra. A esa fuerza excepcional, totalmente inexistente en otras formas de vida sobre la Tierra, debemos también el otro lado más luminoso de nuestra condición: el arte más conmovedor, el heroísmo de muchos actos de servicio o solidaridad, el pensamiento más audaz, etc. El humano es un ser libre abierto a todas las posibilidades. Si suprimiéramos esa libertad a fin de garantizar un devenir universal en el sentido anhelado, obtendríamos una vida correcta que odiaríamos profundamente vivir. Es la paradoja que somos.
¿Se puede recuperar las riendas de la humanidad? o ¿La destrucción es inevitable?
Sujetar la humanidad a unas riendas sería algo comparable a un estado totalitario, aunque la dirección de su gobierno sea aparentemente buena y deseable. La libertad es de las personas y no del todo colectivo. Sin embargo, entendiendo la intención de tu pregunta, diría que por supuesto que es posible detener la marcha de las cosas. Pero es tan difícil. Hay intereses político-empresariales conservadores que, incluso, financian informes científicos fraudulentos que niegan la existencia del cambio climático, y achacan el relato del desastre medioambiental a una izquierda moralizante y vanidosa. Es así de ridículo, pero es una actitud menos reducida de lo que desearíamos a fin de extender el consenso que urge para una política medioambiental de carácter unánime y global, que es como únicamente podría ser eficiente. Por lo demás, las consecuencias gravísimas de lo que ya hicimos durante décadas y siglos ya son desdichadamente inevitables. El ritmo de los procesos naturales es de largo aliento, y todo lo que desde ahora hagamos y cambiemos solo podrá contrarrestar una parte pequeña del desastre. Por eso, el cambio de actitud medioambiental debe ser un acuerdo global por encima de intereses económicos, religiones e ideologías, y concebido para un largo plazo que seguramente ya no viviremos los que ahora empecemos el cambio. El futuro es lo que tiembla con desesperación en las manos inaceptablemente vacilantes del presente.
Al final de su ponencia usted planteó una tesis personal acerca de cómo debe ser visto o entendido el ser humano para que pueda relacionarse en armonía con la naturaleza, desplazando la idea de cuerpo – alma. Podría precisar sus argumentos al respecto.
En mis clases defiendo una reivindicación de dos dimensiones de la condición humana especialmente en peligro en nuestro tiempo, la social y la corpórea. Dos facetas esenciales de nuestro ser que el individualismo del consumismo, la competitividad, el exitismo profesional, el narcisismo y la invasión tecnológica y virtual ponen silenciosamente en riesgo. Justamente uno de los fundamentos del desprecio de la naturaleza y la utilización desbordada de sus recursos es, sin la menor duda, la definición de lo material como un orden ajeno a la excelencia de nuestro espíritu y nuestra razón. Lo encontramos en el orfismo antiguo, en los pitagóricos, en Platón, en San Pablo, en la mentalidad medieval, el luteranismo y en la metafísica de Descartes y sus sucesores racionalistas e idealistas. La idea de que el cuerpo es fuente de todo mal y oscuridad es absurda, pero sumamente atractiva por su simplicidad para explicar nuestra conducta y nuestras debilidades.
Contra lo que mucha gente cree, pienso que el cristianismo evangélico es por el contrario una reivindicación incluso dramática de la carne. Si Jesucristo se hizo hombre haciéndose cuerpo, ello supone que la materia es constitutiva de lo humano. Muy obvio. De lo contrario, un alma pura y sin huesos ni músculos no podría haber sido víctima de una crucifixión y una flagelación. Me conmueve cuando en el relato bíblico se cuenta que el Maestro resucita, se reencuentra con sus discípulos todavía sin reacción y les pido algo de comer. Pero la filosofía de Descartes fue particularmente influyente en el Occidente moderno al concentrar lo humano no en la totalidad del alma sino solo en su racionalidad, interpretada además de modo reducido como razón lógico-deductiva. Descartes afirmó algo tan descabellado como que la conciencia de que somos pensamiento es más cierta que la existencia del cuerpo y del mundo. Luego comprimió el cuerpo y el mundo a una pura extensión cuantitativa, despojando de grandeza todo lo que no sea el “yo pensante” y convirtiéndolo en un conjunto ajeno y rudimentario cuya ruina, en consecuencia, no debería afectarnos moralmente.
No es, claro, el único protagonista de esta historia. Mucho menos fue consciente de las implicaciones de su metafísica dualista. Se suman otras variables científicas, técnicas, económicas y políticas que sería largo explicar aquí. Pero, en definitiva, el desprecio del cuerpo conduce al desprecio de la naturaleza y separa su destino del nuestro, desembarazándonos de toda responsabilidad. Reafirmar nuestra materialidad, sin caer en ningún materialismo –faltaba más-, refleja más fielmente nuestra condición y nos involucra más decididamente en el cuidado del entorno. Cómo articular esta reparación de lo corpóreo con la dimensión social para afrontar otros síntomas de nuestro tiempo sería motivo para otro encuentro y otra conversación. Gracias de nuevo.
*El evento organizado por la Alianza Francesa de Chiclayo se realizó en la Dirección Desconcentrada de Cultura de Lambayeque la noche del 30 e enero de 2020.
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