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A mi padre, Galladita
Chiclayo, 21 de junio de 2020
Por Matilde Granados Requejo
A mi padre, luz eterna en mi memoria.
Te nombro y eres un nudo en la garganta. Tu última llamada fue en diciembre. Quedamos en ir al malecón de Chimbote y comernos un rico ceviche y unas chelas que amenicen tus historias épicas. Me esperabas con ilusión y por el trabajo postergamos nuestro encuentro.
Yo había salido de vacaciones y aprovechaba la oportunidad de dar unos paseos por el parque. El clima lucía cambiado. Estábamos a un día de celebrar Navidad y después de planificar los detalles para la cena con mi madre y mi hermana, me fui a descansar en mi habitación.
El celular sonó varias veces y la voz palpitante de mi sobrino me despertó de un golpe. Tu vida estaba a punto de cerrar sus últimos capítulos. Todos tus recuerdos llegaron uno a uno como un búmeran. No reaccionaba. Mi hermana me dio agua mientras mamá me tomaba las manos y me explicaba que así es la vida, pero cómo entender.
Padre, nos despedimos en silencio. Llegué por ti atravesando un enorme camino de arena. Ya era tarde. Fueron horas que apretaban el alma. Lloraba y eso no era suficiente. Recordé que de niña escribí un breve poemita que decía: Cuando te fuiste / Tuve ganas de patear el mundo.
Mis lágrimas no cambiarían la historia. Sobre tu quietud cayó en pedazos mi vida. No servía de nada gritar. Dolor y más dolor por todos los espacios de tu casa. Mis hermanas y yo te queríamos despierto, pero cómo luchar ante la siniestra noche que es la muerte. Nos ahogamos en abrazos para sostener tu partida.
No dejaba de preguntarme, en mi afán de no aceptar la situación, cómo pudiste irte si tu temperamento tan luminoso parecía espantar la muerte. De niña siempre pensé que eras un hombre que se imponía al dolor, un poeta de las cosas simples, que mataba la tristeza con su perpetua alegría. Eterno amigo, eterno hombre justo. Tus hazañas de vida envolvían las conversaciones con tus amigos.
Padre, me dejaste con un jardín lleno de palabras por decirte. Ahora que he tratado de escribirte se me apaga el alma y me quedo muda frente al papel. Tengo tus fotos y todos nuestros recuerdos navegando en mi interior. Me parece mentira saber que no escucharé tu voz. No encuentro la fuerza para sacar el polo que lleva tu foto, tampoco encontraría la fuerza para ir al cementerio. Pero si encuentro la fuerza para comunicarme a través de las palabras, porque ellas nunca mueren como tú, padre.
Te nombro y eres un nudo en la garganta. Tu última llamada fue en diciembre. Quedamos en ir al malecón de Chimbote y comernos un rico ceviche y unas chelas que amenicen tus historias épicas. Me esperabas con ilusión y por el trabajo postergamos nuestro encuentro.
Yo había salido de vacaciones y aprovechaba la oportunidad de dar unos paseos por el parque. El clima lucía cambiado. Estábamos a un día de celebrar Navidad y después de planificar los detalles para la cena con mi madre y mi hermana, me fui a descansar en mi habitación.
El celular sonó varias veces y la voz palpitante de mi sobrino me despertó de un golpe. Tu vida estaba a punto de cerrar sus últimos capítulos. Todos tus recuerdos llegaron uno a uno como un búmeran. No reaccionaba. Mi hermana me dio agua mientras mamá me tomaba las manos y me explicaba que así es la vida, pero cómo entender.
Padre, nos despedimos en silencio. Llegué por ti atravesando un enorme camino de arena. Ya era tarde. Fueron horas que apretaban el alma. Lloraba y eso no era suficiente. Recordé que de niña escribí un breve poemita que decía: Cuando te fuiste / Tuve ganas de patear el mundo.
Mis lágrimas no cambiarían la historia. Sobre tu quietud cayó en pedazos mi vida. No servía de nada gritar. Dolor y más dolor por todos los espacios de tu casa. Mis hermanas y yo te queríamos despierto, pero cómo luchar ante la siniestra noche que es la muerte. Nos ahogamos en abrazos para sostener tu partida.
No dejaba de preguntarme, en mi afán de no aceptar la situación, cómo pudiste irte si tu temperamento tan luminoso parecía espantar la muerte. De niña siempre pensé que eras un hombre que se imponía al dolor, un poeta de las cosas simples, que mataba la tristeza con su perpetua alegría. Eterno amigo, eterno hombre justo. Tus hazañas de vida envolvían las conversaciones con tus amigos.
Padre, me dejaste con un jardín lleno de palabras por decirte. Ahora que he tratado de escribirte se me apaga el alma y me quedo muda frente al papel. Tengo tus fotos y todos nuestros recuerdos navegando en mi interior. Me parece mentira saber que no escucharé tu voz. No encuentro la fuerza para sacar el polo que lleva tu foto, tampoco encontraría la fuerza para ir al cementerio. Pero si encuentro la fuerza para comunicarme a través de las palabras, porque ellas nunca mueren como tú, padre.
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