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Con amor, Frankenstein
9 de abril de 2016
Por Alexandra Gonzales Lozano
Paco G.:
Es inevitable pero mi cartera de Mickey huele a carne molida refrita. Mi cabello es un desorden: casi nunca lo peino. Cuando salgo de la ducha solo lo arreglo con las manos. Me gusta que se seque y se coloque según se adecua al ambiente. Más de una vez me dijeron que me desenredara el cabello. Más de una vez mi madre me dijo que me arreglará y no esté andando como “loca”, pero me da igual. Me visto de la manera que se me antoja. Más de una vez he salido a la calle con el horrible vestido a rayas que compró mi mamá en un remate de mercado. Más de una vez he salido a la calle sin brasier y para que no se marque mi seno me he puesto un polo encima.
Me gusta usar aretes, pero solo me permito eso y un anillo en la mano derecha: sí, ese atlante que querías, pero nunca llegó. De vez en cuando uso mi pulsera de acero que tiene marcado mi nombre de manera burda.
A veces me escondo, pero a veces no me importa. Me gusta pasar entre la gente sin ser vista. Sin embargo, a veces necesito que noten que estoy allí, que existo. Ese raro contraste que nadie entiende y del que mi vanidad se alimenta de manera egoísta. Otras veces simplemente no está y recuerdo que no tengo las medidas perfectas, que mi cuerpo es extraño, que mi bronceado solo está presente en mis brazos y que tengo las huellas de todo aquello que me ha marcado.
Y te confieso que he sido reconstruida más de una vez, y con el tiempo me he vuelto débil. He golpeado muchas veces de manera injusta a personas que realmente me importan, y hay veces que me ha golpeado gente que no me importa, pero también ha dolido.
Me he avergonzado de mí, de mi apariencia, me he sentido fea y a veces simplemente agraciada, pero la verdad es que no sé qué es belleza. He sentido vergüenza de todo lo que forma parte de mí y de lo que me hace ser yo.
He enumerado mis marcas y conozco cada parte de mi cuerpo como un mapa bombardeado por nuevos destinos. Por ahora mis manos están llenas de magulladuras. Por eso cuando dicen que les gusta tocar mis manos, me río como una enajenada por que no creo que sea cierto.
Tengo tres cortes en cada dedo de mi mano derecha -empezando por el dedo índice y terminando por el anular- y en la izquierda tengo la marca de una quemadura de hace veintidós años que me obligó a someterme a un injerto de piel. Tenía un año y no recuerdo nada. Solo sé que esa cicatriz me marcó para toda la vida y aunque me llevó muchos años comprender que mi mano era un milagro tuve que pasar algunas situaciones penosas, como la crueldad de los niños. Ahora me da igual. Me he acostumbrado a mi mano y a su quemadura.
En el antebrazo derecho tengo una pequeña cicatriz del tamaño de un frejol que parece ser un hueco de colores morados y rosados. Esa huella la gané en una posta cuando tuvieron que hacerme la prueba de la penicilina. Este ejemplo es remoto pero me agrada porque lo recordaré cada vez que vea esta absurda cicatriz que me hace preguntarme cómo es que una prevención como una prueba de penicilina puede marcarte mientras que la verdadera medicina -la supuesta cura, la inyección- no lo hace. En mi otro brazo tengo una pequeña cicatriz que es reciente a la altura del codo. La caída no fue fuerte pero golpearme el codo me hizo ver a los mil demonios y ganarme un bronceado irregular gracias a los cuidados médicos de un amigo del club de ciclismo, que -para asegurar mi herida- no tuvo mejor idea que cubrirla con gasa y llenarla de esparadrapo.
Mi pie derecho tiene una huella como un agujero en 3D que fue hecha con un carbón -aún caliente- que cayó sobre mi pie. Al caer la pequeña brasa roja sentí como se fundía el dolor en mi pie y se extendía en toda mi pierna hasta que reaccioné y me quite el carbón que se despegó con pedazos de piel. En el pie izquierdo tengo una cicatriz muy cerca de la planta del mismo pie. Esa me la hice mientras paseábamos en moto. Solo baje las piernas del reposapiés y me sentí libre hasta que un dolor agudo se acentuó en mi pie y supe que había impactado con un ladrillo. La velocidad hizo que sangrara a chorros.
Mi cabello ha sido mutilado muchas veces por mi misma y lo he pintado de diversos colores, no llamativos pero si lo suficiente como para que murmuren.
Tengo lunares por todos lados incluyendo la palma de mi mano izquierda. Mi cara y mi cuello son las zonas más poblados de lunares, pero el más vistoso es el que tengo en el ombligo y en la clavícula derecha. Este último es el que siempre me toco y recuerdo que con el paso de los años ha crecido. De seguro que el tuyo también habrá crecido.
Casi siempre tengo los labios agrietados, partidos. Alguna vez sangraron y se cortaron con no sé qué. A veces me reprendían. Me decían por qué no me cuidaba, por qué no me ponía algún humectante. Yo no decía nada pero si lo hacía nunca funcionaba hasta que me hartaba y olvidaba la costumbre.
Ya no leo tanto como antes, pero me agrada la poesía y el pequeño verso de las flores que me escribiste alguna vez. Te confieso que sigo fallando y aunque me gusta mejorar las cosas, contigo es imposible hacerlo: yo simplemente no puedo enmendar nada de lo que hice mal contigo y eso duele, presiona y sangra.
Siguen las malas costumbres, la extraña manera de doblar mis piernas mientras escribo, mientras leo. Te estás perdiendo de mis excedentes de energía y de las veces que me aburro y bostezo. Te estás perdiendo de todo y yo también estoy perdiéndome.
He llorado muchas veces, de manera tonta y otras veces de manera injusta. Ha habido veces que me he sentido un monstruo incontrolable, otras veces me he sentido humana con ganas de cambiar el mundo. He sentido que he sido abandonada muchas veces, que he abandonado muchas cosas; pero que sigo atrapada y después siento la libertad golpeando mi cara.
El aire me ha provocado frescura y más de una vez he recordado quién soy, a quién extraño y lo que quiero hacer, pero casi siempre siento esa necesidad de empezar a correr sin detenerme aunque no tenga ganas y me canse y corra otra vez y siga corriendo hasta perder el aliento, sin fuerzas. Más de una vez he sentido que el corazón se me ha acelerado sin control, pero jamás he tenido miedo de morir.
Con amor, Frankenstein
Es inevitable pero mi cartera de Mickey huele a carne molida refrita. Mi cabello es un desorden: casi nunca lo peino. Cuando salgo de la ducha solo lo arreglo con las manos. Me gusta que se seque y se coloque según se adecua al ambiente. Más de una vez me dijeron que me desenredara el cabello. Más de una vez mi madre me dijo que me arreglará y no esté andando como “loca”, pero me da igual. Me visto de la manera que se me antoja. Más de una vez he salido a la calle con el horrible vestido a rayas que compró mi mamá en un remate de mercado. Más de una vez he salido a la calle sin brasier y para que no se marque mi seno me he puesto un polo encima.
Me gusta usar aretes, pero solo me permito eso y un anillo en la mano derecha: sí, ese atlante que querías, pero nunca llegó. De vez en cuando uso mi pulsera de acero que tiene marcado mi nombre de manera burda.
A veces me escondo, pero a veces no me importa. Me gusta pasar entre la gente sin ser vista. Sin embargo, a veces necesito que noten que estoy allí, que existo. Ese raro contraste que nadie entiende y del que mi vanidad se alimenta de manera egoísta. Otras veces simplemente no está y recuerdo que no tengo las medidas perfectas, que mi cuerpo es extraño, que mi bronceado solo está presente en mis brazos y que tengo las huellas de todo aquello que me ha marcado.
Y te confieso que he sido reconstruida más de una vez, y con el tiempo me he vuelto débil. He golpeado muchas veces de manera injusta a personas que realmente me importan, y hay veces que me ha golpeado gente que no me importa, pero también ha dolido.
Me he avergonzado de mí, de mi apariencia, me he sentido fea y a veces simplemente agraciada, pero la verdad es que no sé qué es belleza. He sentido vergüenza de todo lo que forma parte de mí y de lo que me hace ser yo.
He enumerado mis marcas y conozco cada parte de mi cuerpo como un mapa bombardeado por nuevos destinos. Por ahora mis manos están llenas de magulladuras. Por eso cuando dicen que les gusta tocar mis manos, me río como una enajenada por que no creo que sea cierto.
Tengo tres cortes en cada dedo de mi mano derecha -empezando por el dedo índice y terminando por el anular- y en la izquierda tengo la marca de una quemadura de hace veintidós años que me obligó a someterme a un injerto de piel. Tenía un año y no recuerdo nada. Solo sé que esa cicatriz me marcó para toda la vida y aunque me llevó muchos años comprender que mi mano era un milagro tuve que pasar algunas situaciones penosas, como la crueldad de los niños. Ahora me da igual. Me he acostumbrado a mi mano y a su quemadura.
En el antebrazo derecho tengo una pequeña cicatriz del tamaño de un frejol que parece ser un hueco de colores morados y rosados. Esa huella la gané en una posta cuando tuvieron que hacerme la prueba de la penicilina. Este ejemplo es remoto pero me agrada porque lo recordaré cada vez que vea esta absurda cicatriz que me hace preguntarme cómo es que una prevención como una prueba de penicilina puede marcarte mientras que la verdadera medicina -la supuesta cura, la inyección- no lo hace. En mi otro brazo tengo una pequeña cicatriz que es reciente a la altura del codo. La caída no fue fuerte pero golpearme el codo me hizo ver a los mil demonios y ganarme un bronceado irregular gracias a los cuidados médicos de un amigo del club de ciclismo, que -para asegurar mi herida- no tuvo mejor idea que cubrirla con gasa y llenarla de esparadrapo.
Mi pie derecho tiene una huella como un agujero en 3D que fue hecha con un carbón -aún caliente- que cayó sobre mi pie. Al caer la pequeña brasa roja sentí como se fundía el dolor en mi pie y se extendía en toda mi pierna hasta que reaccioné y me quite el carbón que se despegó con pedazos de piel. En el pie izquierdo tengo una cicatriz muy cerca de la planta del mismo pie. Esa me la hice mientras paseábamos en moto. Solo baje las piernas del reposapiés y me sentí libre hasta que un dolor agudo se acentuó en mi pie y supe que había impactado con un ladrillo. La velocidad hizo que sangrara a chorros.
Mi cabello ha sido mutilado muchas veces por mi misma y lo he pintado de diversos colores, no llamativos pero si lo suficiente como para que murmuren.
Tengo lunares por todos lados incluyendo la palma de mi mano izquierda. Mi cara y mi cuello son las zonas más poblados de lunares, pero el más vistoso es el que tengo en el ombligo y en la clavícula derecha. Este último es el que siempre me toco y recuerdo que con el paso de los años ha crecido. De seguro que el tuyo también habrá crecido.
Casi siempre tengo los labios agrietados, partidos. Alguna vez sangraron y se cortaron con no sé qué. A veces me reprendían. Me decían por qué no me cuidaba, por qué no me ponía algún humectante. Yo no decía nada pero si lo hacía nunca funcionaba hasta que me hartaba y olvidaba la costumbre.
Ya no leo tanto como antes, pero me agrada la poesía y el pequeño verso de las flores que me escribiste alguna vez. Te confieso que sigo fallando y aunque me gusta mejorar las cosas, contigo es imposible hacerlo: yo simplemente no puedo enmendar nada de lo que hice mal contigo y eso duele, presiona y sangra.
Siguen las malas costumbres, la extraña manera de doblar mis piernas mientras escribo, mientras leo. Te estás perdiendo de mis excedentes de energía y de las veces que me aburro y bostezo. Te estás perdiendo de todo y yo también estoy perdiéndome.
He llorado muchas veces, de manera tonta y otras veces de manera injusta. Ha habido veces que me he sentido un monstruo incontrolable, otras veces me he sentido humana con ganas de cambiar el mundo. He sentido que he sido abandonada muchas veces, que he abandonado muchas cosas; pero que sigo atrapada y después siento la libertad golpeando mi cara.
El aire me ha provocado frescura y más de una vez he recordado quién soy, a quién extraño y lo que quiero hacer, pero casi siempre siento esa necesidad de empezar a correr sin detenerme aunque no tenga ganas y me canse y corra otra vez y siga corriendo hasta perder el aliento, sin fuerzas. Más de una vez he sentido que el corazón se me ha acelerado sin control, pero jamás he tenido miedo de morir.
Con amor, Frankenstein
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