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A LAS DIETAS DILE NO
Por: Stanley Vega
Más allá del aumento de triglicéridos y colesterol, nada más rico y nutritivo que tragarse -a eso de las cinco o seis de la tarde- unas cachangas con queso y de paso, beber su respectivo champús. Un lonche que incluida repetición tiene un costo módico: dos luquitas.
Hoy, en compañía de un amigo, fuimos directamente a la calle Arica, lugar donde se expenden las más fuertes y sabrosas. Claro que la distancia desde mi casa es un poco extensa pero siempre vale la pena. Además, la conversa y unos cigarros sin duda aminoran el trayecto. Por otro lado, llegar en taxi me resulta un sacrilegio, algo desencantador. Allí, uno debe llegar a pie, como buen hijo de vecino.
Al doblar Balta y ya en la Arica, vimos que la avenida estaba despejada, sin ambulantes y lo primero que pensamos fue, este puto nuevo alcalde los ha desalojado. ¡Esto es un crimen de lesa humanidad! Chinga su madre. Sin embargo, aún crédulos, avanzamos hasta Héroes civiles, y nada. Por ningún lado se veía la mesita cubierta por un plástico colorido, la vitrina con una hilera de vasos con champús y adentro sanguches de pan con pollo o queso y a un costado, la cocina pequeña protegida por un cartón; el viento siempre friega aquí.
Ya nos íbamos con el hambre entre las tripas cuando divisé a María, llevando en su cabeza ese gorrito blanco infaltable. Pero esta vez, trabajando a salto de mata. Junto a otra chica extraían de un balde tanto las cachangas como el champús y a un costado había una enorme caja de cartón donde iban a parar los vasos descartables de tecnopor. Ni bien me vio, por encima de los hombros de algunos clientes, dibujó con sus dedos una V, preguntándome si quería dos cachangas. Asentí.
A este paso, no sé si vuelva a encontrar a María. No sé qué tiempo los gorilas de la guardia municipal le permitan vender las cachangas más fuertes y sabrosas de la ciudad. No sé nada a estas alturas. Y es que con este clima nada se sabe del futuro.
Entre la gente, aparece un policía uniformado. Levanta sus manos y con los dedos en alto pide dos. Sonrío. Al policía se le puede respetar pero a la dieta no. Al menos hoy.
Más allá del aumento de triglicéridos y colesterol, nada más rico y nutritivo que tragarse -a eso de las cinco o seis de la tarde- unas cachangas con queso y de paso, beber su respectivo champús. Un lonche que incluida repetición tiene un costo módico: dos luquitas.
Hoy, en compañía de un amigo, fuimos directamente a la calle Arica, lugar donde se expenden las más fuertes y sabrosas. Claro que la distancia desde mi casa es un poco extensa pero siempre vale la pena. Además, la conversa y unos cigarros sin duda aminoran el trayecto. Por otro lado, llegar en taxi me resulta un sacrilegio, algo desencantador. Allí, uno debe llegar a pie, como buen hijo de vecino.
Al doblar Balta y ya en la Arica, vimos que la avenida estaba despejada, sin ambulantes y lo primero que pensamos fue, este puto nuevo alcalde los ha desalojado. ¡Esto es un crimen de lesa humanidad! Chinga su madre. Sin embargo, aún crédulos, avanzamos hasta Héroes civiles, y nada. Por ningún lado se veía la mesita cubierta por un plástico colorido, la vitrina con una hilera de vasos con champús y adentro sanguches de pan con pollo o queso y a un costado, la cocina pequeña protegida por un cartón; el viento siempre friega aquí.
Ya nos íbamos con el hambre entre las tripas cuando divisé a María, llevando en su cabeza ese gorrito blanco infaltable. Pero esta vez, trabajando a salto de mata. Junto a otra chica extraían de un balde tanto las cachangas como el champús y a un costado había una enorme caja de cartón donde iban a parar los vasos descartables de tecnopor. Ni bien me vio, por encima de los hombros de algunos clientes, dibujó con sus dedos una V, preguntándome si quería dos cachangas. Asentí.
A este paso, no sé si vuelva a encontrar a María. No sé qué tiempo los gorilas de la guardia municipal le permitan vender las cachangas más fuertes y sabrosas de la ciudad. No sé nada a estas alturas. Y es que con este clima nada se sabe del futuro.
Entre la gente, aparece un policía uniformado. Levanta sus manos y con los dedos en alto pide dos. Sonrío. Al policía se le puede respetar pero a la dieta no. Al menos hoy.