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Los inocentes y yo
27 de mayo de 2016
Por Roy Alfonso Vega Jácome
Uno de mis recuerdos mas cálidos está vinculado a “Colorete”. Recuerdo que, de niño, en varias ocasiones me gustaba coger un libro de tapa verde en el que estaban reunidos varios textos de literatura peruana. Lo hacía en los momentos más impensados —ratos de aburrimiento, de pesadumbre o de imperiosa necesidad fisiológica—, con el afán de matar el tiempo hojeando las palabras que allí reposaban. Más tarde, en la pubertad —época en la que comencé a leer en serio—, esa tarea de hojear se convirtió en la de comenzar a descifrar las frases y versos que se abrían para mí como pequeñas puertas a universos hasta entonces desconocidos.
En aquel libro cuyo nombre no recuerdo, leí una adaptación de Los comentarios reales, un soneto de Chocano llamado “La magnolia” —uno de los pocos que me sé de memoria—, un poema de Vallejo que me desconcertó, los versos de Lucho Hernández, “Día domingo” de Vargas Llosa… Y, casi al final, como para cerrar el libro con broche de oro, se consignaba un título que al inicio me dio la impresión de ser una historia escrita para mujeres: “Colorete”.
Cuando empecé a leer ese cuento, sin embargo, mi prejuicio inicial se desvaneció por completo: me hallaba frente a un relato que parecía escrito por un joven apenas mayor que yo, uno que comprendía a cabalidad cuán mierdoso era el mundo a veces y conocía a profundidad lo que uno sufría cuando se enamoraba. En suma, un chochera que no temía decir lo que todos los pubertos pensábamos de la vida y las reglas impuestas por la sociedad.
He de confesar que se convirtió en uno de mis textos de cabecera y, tiempo después, el cariño por ese cuento me condujo hasta su autor.
***
Fue en la etapa universitaria que volví a “Colorete”, luego de esos años a la deriva propios de la adolescencia. En ese momento descubrí que el autor del relato que me había cautivado era un corpulento señor de cabellera blanca, con gruesos anteojos, que siempre posaba serio en las fotografías.
Y luego descubrí que el libro del que se desprendía aquella maravillosa historia se llamaba Los inocentes, y había sido escrito en 1961. ¡Es decir, veintisiete años antes de mi nacimiento!
Ya cursaba el segundo año de literatura, en la vieja Facultad de Letras de San Marcos, y apenas podía creer que aquel hombre había sido capaz de crear, hacía tanto tiempo, una historia que se asemejaba a una anécdota contada por uno de mis patas durante las eternas noches en Los Tubos, el Sky o La Tripa.
Apenas podía creer que, a pesar de los años transcurridos, ese cuento conservaba su frescura inigualable, que lo convertía en un desgarrador testimonio tanto de los jóvenes de mediados de los sesenta como de aquellos que nacimos a finales de 1988.
En esta etapa de mi vida, leí “Colorete” con algo más de “conciencia”: ya no era la simple queja de un adolescente que era choteado por la flaca que le derretía el corazón, sino el reflejo de la lucha de un individuo con sus propios traumas, de aquella persona que adopta una máscara para que los demás no noten sus debilidades, de aquel joven aparentemente pendejo que en realidad está más templado que las cuerdas de un arpa y no sabe cómo actuar frente a la mujer de sus sueños: frente al Otro que lo abruma.
Así fue como descubrí las verdaderas dimensiones de este breve relato, que — trascendiendo su lenguaje callejero y sus sórdidas situaciones— encerraba una formidable metáfora de la existencia humana.
En aquel libro cuyo nombre no recuerdo, leí una adaptación de Los comentarios reales, un soneto de Chocano llamado “La magnolia” —uno de los pocos que me sé de memoria—, un poema de Vallejo que me desconcertó, los versos de Lucho Hernández, “Día domingo” de Vargas Llosa… Y, casi al final, como para cerrar el libro con broche de oro, se consignaba un título que al inicio me dio la impresión de ser una historia escrita para mujeres: “Colorete”.
Cuando empecé a leer ese cuento, sin embargo, mi prejuicio inicial se desvaneció por completo: me hallaba frente a un relato que parecía escrito por un joven apenas mayor que yo, uno que comprendía a cabalidad cuán mierdoso era el mundo a veces y conocía a profundidad lo que uno sufría cuando se enamoraba. En suma, un chochera que no temía decir lo que todos los pubertos pensábamos de la vida y las reglas impuestas por la sociedad.
He de confesar que se convirtió en uno de mis textos de cabecera y, tiempo después, el cariño por ese cuento me condujo hasta su autor.
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Fue en la etapa universitaria que volví a “Colorete”, luego de esos años a la deriva propios de la adolescencia. En ese momento descubrí que el autor del relato que me había cautivado era un corpulento señor de cabellera blanca, con gruesos anteojos, que siempre posaba serio en las fotografías.
Y luego descubrí que el libro del que se desprendía aquella maravillosa historia se llamaba Los inocentes, y había sido escrito en 1961. ¡Es decir, veintisiete años antes de mi nacimiento!
Ya cursaba el segundo año de literatura, en la vieja Facultad de Letras de San Marcos, y apenas podía creer que aquel hombre había sido capaz de crear, hacía tanto tiempo, una historia que se asemejaba a una anécdota contada por uno de mis patas durante las eternas noches en Los Tubos, el Sky o La Tripa.
Apenas podía creer que, a pesar de los años transcurridos, ese cuento conservaba su frescura inigualable, que lo convertía en un desgarrador testimonio tanto de los jóvenes de mediados de los sesenta como de aquellos que nacimos a finales de 1988.
En esta etapa de mi vida, leí “Colorete” con algo más de “conciencia”: ya no era la simple queja de un adolescente que era choteado por la flaca que le derretía el corazón, sino el reflejo de la lucha de un individuo con sus propios traumas, de aquella persona que adopta una máscara para que los demás no noten sus debilidades, de aquel joven aparentemente pendejo que en realidad está más templado que las cuerdas de un arpa y no sabe cómo actuar frente a la mujer de sus sueños: frente al Otro que lo abruma.
Así fue como descubrí las verdaderas dimensiones de este breve relato, que — trascendiendo su lenguaje callejero y sus sórdidas situaciones— encerraba una formidable metáfora de la existencia humana.
***
En las ferias de libros viejos que solían celebrarse en la Ciudad Universitaria, decidí emprender la búsqueda de mi primer ejemplar de Los inocentes. No lo encontré sino en mi propia biblioteca, en una polvorienta edición de tapa oscura, repleta de erratas.
En ese rústico ejemplar, conocí a los otros miembros de la collera: el Príncipe, Cara de Ángel, Carambola y el Rosquita, un puñado de muchachos en cuyas historias fui reconociendo mi propia incertidumbre de pasar de la tardía adolescencia a la primera adultez: una de las etapas más caóticas y luminosas al mismo tiempo.
También por aquellas épocas comencé a charlar de literatura con mi hermano mayor, Selenco. Gracias a él supe muchas cosas del autor de Los inocentes, debido a la gran amistad que ambos tenían. Supe que el tío era un juvenil y eterno rebelde; que era un apasionado lector; que solía dar sus opiniones de forma clara y directa, así le causara disgustos al establishment; que gustaba de guiar a los jóvenes que, con enormes expectativas, le entregaban sus textos con la idea fija de convertirse en escritores…
A propósito de ello, Selenco me contó que en varias ocasiones acudió a su casa para pedirle consejos. Su acuciosa lectura y su franca opinión siempre resultaban ser las esclarecedoras lecciones de un maestro que no en vano llevaba más de cuarenta años en esto que llamamos literatura.
***
Yo jamás lo conocí personalmente, en parte porque nunca frecuento los círculos literarios y en parte porque me decanté por la poesía y no por la narrativa.
Aún así, era inevitable que escribiera algo sobre él, porque al leer la noticia de su fallecimiento recordé la primera vez que leí “Colorete”, y cómo esa entrañable historia pasó a formar parte de mi vida y me acompañó en tantos momentos de incertidumbre y soledad.
Ahora he querido rendirle un pequeño homenaje, que se suma a la recatafila de artículos que han salido —y saldrán— sobre él en esta semana. Pido disculpas por el uso excesivo de la primera persona: esto no pretende ser una autoficción, sino una especie de testimonio de fe, de amor por la literatura y de admiración por esos ídolos artísticos que uno se va formando a lo largo de la vida y las lecturas.
El buen Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931 – Lima, 2016) fue uno de ellos. Que en paz descanse, maestro de maestros.
En las ferias de libros viejos que solían celebrarse en la Ciudad Universitaria, decidí emprender la búsqueda de mi primer ejemplar de Los inocentes. No lo encontré sino en mi propia biblioteca, en una polvorienta edición de tapa oscura, repleta de erratas.
En ese rústico ejemplar, conocí a los otros miembros de la collera: el Príncipe, Cara de Ángel, Carambola y el Rosquita, un puñado de muchachos en cuyas historias fui reconociendo mi propia incertidumbre de pasar de la tardía adolescencia a la primera adultez: una de las etapas más caóticas y luminosas al mismo tiempo.
También por aquellas épocas comencé a charlar de literatura con mi hermano mayor, Selenco. Gracias a él supe muchas cosas del autor de Los inocentes, debido a la gran amistad que ambos tenían. Supe que el tío era un juvenil y eterno rebelde; que era un apasionado lector; que solía dar sus opiniones de forma clara y directa, así le causara disgustos al establishment; que gustaba de guiar a los jóvenes que, con enormes expectativas, le entregaban sus textos con la idea fija de convertirse en escritores…
A propósito de ello, Selenco me contó que en varias ocasiones acudió a su casa para pedirle consejos. Su acuciosa lectura y su franca opinión siempre resultaban ser las esclarecedoras lecciones de un maestro que no en vano llevaba más de cuarenta años en esto que llamamos literatura.
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Yo jamás lo conocí personalmente, en parte porque nunca frecuento los círculos literarios y en parte porque me decanté por la poesía y no por la narrativa.
Aún así, era inevitable que escribiera algo sobre él, porque al leer la noticia de su fallecimiento recordé la primera vez que leí “Colorete”, y cómo esa entrañable historia pasó a formar parte de mi vida y me acompañó en tantos momentos de incertidumbre y soledad.
Ahora he querido rendirle un pequeño homenaje, que se suma a la recatafila de artículos que han salido —y saldrán— sobre él en esta semana. Pido disculpas por el uso excesivo de la primera persona: esto no pretende ser una autoficción, sino una especie de testimonio de fe, de amor por la literatura y de admiración por esos ídolos artísticos que uno se va formando a lo largo de la vida y las lecturas.
El buen Oswaldo Reynoso (Arequipa, 1931 – Lima, 2016) fue uno de ellos. Que en paz descanse, maestro de maestros.
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