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Muestra de arte disecado // Roy Vega Jácome
(Premio Copé de Plata 2015)
Por: Carmen Ollé Nava
Ya desde el título, Muestra de arte disecado nos remite a la representación artística de objetos inanimados tan sugerente en la pintura como el de la naturaleza muerta; pero también lleva implícito el ejercicio poético surrealista del cadáver exquisito, tan caro en el siglo XX. Y es que la poesía tiene infinitas resonancias.
El primer poema, «A mi padre, para quien el más allá siempre fue un tierno animal de origami», cuestiona el sentido común que se tiene del más allá: la muerte se parece a una figura japonesa del arte de origami. Lleva un epígrafe del poeta surrealista Emilio Adolfo Westphalen, que anuncia el estilo del poemario de Roy Vega Jácome, aunque este no se allane a una sola escuela, sino que procesa la vanguardia de manera vital y trascendente.
Temas como la muerte y la enfermedad relacionados con la madre y su asociación con el mar se desarrollan de manera apacible, sin la rebeldía ante lo inmutable. La ausencia de la madre —escribe el poeta— es como «dormir con el rostro apoyado en el mar»…
Da la impresión de que los títulos creados con una vena muy artística son en esencia el poema, pues cargan de sentido el cuerpo del texto. Por ejemplo, en «Cráneos de cristal» y en el muy significativo «Letanías de un cactus en el desierto gris», sobresale un mundo único y original, que vive en las palabras, en un universo insólito: el poeta retoma la bandera de Breton y la de los vanguardistas cuando habla de «bosques etílicos», «flautas enfermas», «falsa estigia», «charcos bubónicos», «coraza de algodón». Gracias a los símiles —como dice Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna—, «el poema aspira a ser una entidad que se basta a sí misma, cuyo significado irradie en varias direcciones». Así, podría decirse que un concierto de flautas enfermas aprisiona al melancólico poeta para aguardar la llegada del alba que es la poesía.
En «Pabellón», un poema muy intenso de este libro, se halla inmersa la pregunta clave del ser: ¿puedo estar en otra parte, en otro pensamiento y vivir desde otro cuerpo, si este es mi prisión? Se necesitan otros ojos, se necesita la fealdad, incluso, que observan esos otros ojos: «El individuo que contemplo viste ropas percudidas / y se aferra a un costal que parece albergar un cadáver. / De pie como una estatua anónima, / no aparta sus ojos del tráfico de las cinco de la tarde: / su espalda es un almacén de cicatrices y horas muertas. / Sin embargo, él observa una realidad que a mí me ha sido negada. / Yo tan solo puedo lanzar hipótesis sobre aquello que él escruta».
En este poemario sorprende gratamente encontrar ecos de la mejor y rica tradición lírica peruana no solo por las citas y epígrafes, sino porque las imágenes surrealistas y los encabezados de largo aliento recuerdan a los poetas del 60 y el 70, sobre todo en el poema «Buda es un comerciante obeso que mira el atardecer (breve ensayo teológico)», que lleva un epígrafe de Antonio Cisneros.
El retrato de Van Gogh en Arles, como todo buen retrato, es elusivo, recurre a inescrutables personajes, a formas que se difuminan como los trazos en una pintura mojada por la lluvia; es el color transparente en los ojos de Van Gogh, es la locura y el vacío, la iluminación y la muerte.
Poemas como este no se explican, no están sujetos a exégesis alguna; es solo un arco iris invertido, el azar y la vida difícil o imposible de descifrar.
Como lectora llego de pronto al poema «Ciudad de neón y acrotomofilia (una miniatura)», que lleva una cita del poeta horazeriano Enrique Verástegui: «Y el musgo creció como un verso clarísimo en tus ojos». Entonces pude encontrar el espacio destinado a los muchachos del 70, una generación libre, y excitante, guiados por el amor. Este es también el eje de este interesante texto de Roy Vega Jácome: muchachos como la pareja en este poema que intentaban alcanzar «la agonía de la noche…».
El verso citado es una marca en el tiempo de los griegos antiguos: el agonismo, la lucha constante contra el sueño para «oír el rumor del océano», escribe el poeta. Llegado a este punto, conecta perfectamente con su «Arte poética», donde «la escritura es un ejercicio de las horas muertas».
Y quiero terminar con un poema muy extraño y misterioso, «Fragmentos de un demonio azul», porque es una muestra de cómo la poesía viaja a los lugares más recónditos donde anida siempre el enigma. ¿Quién es el leproso? Ese demonio azul a quien el tiempo le pone las hebillas para echarlo a andar…
Las respuestas están en cada lector, en los ojos asombrados de cada lector.
(Fragmento del discurso pronunciado durante la presentación de las obras ganadoras de la XVII Bienal de Poesía «Premio Copé 2015» a cargo de Petroperú)
El primer poema, «A mi padre, para quien el más allá siempre fue un tierno animal de origami», cuestiona el sentido común que se tiene del más allá: la muerte se parece a una figura japonesa del arte de origami. Lleva un epígrafe del poeta surrealista Emilio Adolfo Westphalen, que anuncia el estilo del poemario de Roy Vega Jácome, aunque este no se allane a una sola escuela, sino que procesa la vanguardia de manera vital y trascendente.
Temas como la muerte y la enfermedad relacionados con la madre y su asociación con el mar se desarrollan de manera apacible, sin la rebeldía ante lo inmutable. La ausencia de la madre —escribe el poeta— es como «dormir con el rostro apoyado en el mar»…
Da la impresión de que los títulos creados con una vena muy artística son en esencia el poema, pues cargan de sentido el cuerpo del texto. Por ejemplo, en «Cráneos de cristal» y en el muy significativo «Letanías de un cactus en el desierto gris», sobresale un mundo único y original, que vive en las palabras, en un universo insólito: el poeta retoma la bandera de Breton y la de los vanguardistas cuando habla de «bosques etílicos», «flautas enfermas», «falsa estigia», «charcos bubónicos», «coraza de algodón». Gracias a los símiles —como dice Hugo Friedrich en Estructura de la lírica moderna—, «el poema aspira a ser una entidad que se basta a sí misma, cuyo significado irradie en varias direcciones». Así, podría decirse que un concierto de flautas enfermas aprisiona al melancólico poeta para aguardar la llegada del alba que es la poesía.
En «Pabellón», un poema muy intenso de este libro, se halla inmersa la pregunta clave del ser: ¿puedo estar en otra parte, en otro pensamiento y vivir desde otro cuerpo, si este es mi prisión? Se necesitan otros ojos, se necesita la fealdad, incluso, que observan esos otros ojos: «El individuo que contemplo viste ropas percudidas / y se aferra a un costal que parece albergar un cadáver. / De pie como una estatua anónima, / no aparta sus ojos del tráfico de las cinco de la tarde: / su espalda es un almacén de cicatrices y horas muertas. / Sin embargo, él observa una realidad que a mí me ha sido negada. / Yo tan solo puedo lanzar hipótesis sobre aquello que él escruta».
En este poemario sorprende gratamente encontrar ecos de la mejor y rica tradición lírica peruana no solo por las citas y epígrafes, sino porque las imágenes surrealistas y los encabezados de largo aliento recuerdan a los poetas del 60 y el 70, sobre todo en el poema «Buda es un comerciante obeso que mira el atardecer (breve ensayo teológico)», que lleva un epígrafe de Antonio Cisneros.
El retrato de Van Gogh en Arles, como todo buen retrato, es elusivo, recurre a inescrutables personajes, a formas que se difuminan como los trazos en una pintura mojada por la lluvia; es el color transparente en los ojos de Van Gogh, es la locura y el vacío, la iluminación y la muerte.
Poemas como este no se explican, no están sujetos a exégesis alguna; es solo un arco iris invertido, el azar y la vida difícil o imposible de descifrar.
Como lectora llego de pronto al poema «Ciudad de neón y acrotomofilia (una miniatura)», que lleva una cita del poeta horazeriano Enrique Verástegui: «Y el musgo creció como un verso clarísimo en tus ojos». Entonces pude encontrar el espacio destinado a los muchachos del 70, una generación libre, y excitante, guiados por el amor. Este es también el eje de este interesante texto de Roy Vega Jácome: muchachos como la pareja en este poema que intentaban alcanzar «la agonía de la noche…».
El verso citado es una marca en el tiempo de los griegos antiguos: el agonismo, la lucha constante contra el sueño para «oír el rumor del océano», escribe el poeta. Llegado a este punto, conecta perfectamente con su «Arte poética», donde «la escritura es un ejercicio de las horas muertas».
Y quiero terminar con un poema muy extraño y misterioso, «Fragmentos de un demonio azul», porque es una muestra de cómo la poesía viaja a los lugares más recónditos donde anida siempre el enigma. ¿Quién es el leproso? Ese demonio azul a quien el tiempo le pone las hebillas para echarlo a andar…
Las respuestas están en cada lector, en los ojos asombrados de cada lector.
(Fragmento del discurso pronunciado durante la presentación de las obras ganadoras de la XVII Bienal de Poesía «Premio Copé 2015» a cargo de Petroperú)