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YOKNAPATAWPHA *
Por: Miguel Ildefonso
Una malla de metal a cada lado de la masa cóncava de concreto, los postes de luz naranja, los letreros de color verde; cada vez que Camilo volteaba a ver el puente poco quedaba de éste, era como el esqueleto de una nave hundiéndose en la noche; lo último que se veía eran las banderas de cada país, la de Estados Unidos para este lado, y por el otro la de México. Lo cruzaba con la certeza de que sería la última vez, como si un fuego que había demorado en encenderse haya devorado el paso cortando el regreso. Dejaba Ciudad Juárez al otro lado de la frontera como tantas veces la había dejado: esa imagen viva de una multitud semejante a la de su ciudad lejana, igual de estrepitosa, muchísimo más al sur de América. El silencio del downtown ahora lo iba introduciendo a la ilusión de una nueva vida, o más bien le proporcionaba una perspectiva diferente, una distancia, una mirada fría. Las tiendas cerradas, la basura puesta en los postes de luz en espera de ser recogida, los semáforos funcionando para unos dos o tres carros que circulaban a esa hora; esa ciudad desierta en medio del desierto le había revelado, sin que él lo deseara, su verdadero rostro.
El Paso no era una ciudad muy literaria. Antes de arribar, Camilo sabía de ella lo que había encontrado en William Carlos Williams, Jack Kerouac y Carlos Fuentes. Una ciudad pequeña, rocosa, llena de cactus, habitada por chicanos y viejos vaqueros aún medio perdidos en el desierto, como si sólo por cansancio hubieran decido quedarse y siguieran buscando un rumbo. Camilo había llegado legalmente a esta ciudad como tantos hispanos jóvenes que llegan a los Estados Unidos; es decir con una beca de estudios, que la consiguió sin tener mucha fe en ella, aunque esa falta de fe era ya una característica de su persona. Sea como sea, llegó con el propósito de hacer una maestría en dos años y medio, y con el afán de realizarse como escritor, empezar por fin la novela que hace tiempo deseaba escribir y que su ciudad natal no le permitía. En otras palabras, se estaba dando otra oportunidad; la última, se decía él mismo.
La soledad que requería la halló en esta ciudad fronteriza. Soledad a la que sorpresivamente le costó acostumbrarse, y que le costó conseguir después de intentarlo en diferentes viejos departamentos que alquilaba cerca de la universidad. Secretamente y no exento de auto ironía y auto complacencia, como muchos de sus monólogos, Camilo quería seguir la línea huraña de Faulkner, Salinger y Cormac MacCarthy, esa era su imagen del desierto. Se decía amargamente a sí mismo: “me apartaré de todos, ahora sí, sobre todo del fantasma de Claudia.” Otras veces alzaba el tono: “te di mi corazón, Claudia, y lo arrojaste al río Grande para los coyotes; vendiste mi cuerpo a la Border Patrol.” Con esos pensamientos solía sentarse en la puerta de las viejas casonas en las que vivía, a veces encendía un cigarrillo, mirando el camino del horizonte más lejano. En estos años había descubierto que el respirar el polvo que el viento cargaba entre las rocas y los cactus lo conducía a descifrar un lenguaje más profundo que sólo era permitido para unos cuantos elegidos. Y él se sentía uno de aquellos.
Esa noche en que regresaba a su departamento, luego de atravesar el downtown, ahora sobre el puente Yandehl, arriba del Free Way, otra vez se encontraba con ese edificio que parecía abandonado a pesar que veía siempre algunas luces encendidas adentro (cosas así le daban un sentido de pertenencia a esta ciudad). Camilo decidió pararse un rato en el puente. La carretera abajo le recordaba la Vía Expresa de su ciudad natal. Pero esta carretera atravesaba otra ciudad, conectaba con la ciudad contigua, Las Cruces, luego con otro Estado, Nuevo México, y luego con California y así continuaba sin que pudiera saber dónde estaba el fin. El sólo sabía que faltaban cinco días para abandonar El Paso. Ya tenía el ansiado carnet de trabajo que la universidad le había brindado, el cual le permitía trabajar por ocho meses, y se había decidido ir a la aventura a San Francisco. La beca de estudios ya había terminado al ser aprobada su tesis, un estudio sobre la obra de José María Arguedas del cual no estuvo satisfecho, pero sin embargo obtuvo una calificación sobresaliente. La novela, que hace tiempo la tenía concebida, apenas estaba en sus primeras diez páginas. Esa novela, como tantas ideas que tuvo guardadas por tiempo, se fue haciendo más difícil de concretar, no por ellas mismas (ya tenía el final en la cabeza) sino por él. El pesimismo, como un río subterráneo, lo arrastraba cada vez como con mayor dificultad, porque conforme avanzaba cargaba con cosas que él no se daba cuenta que era capaz de llevar consigo y que, sin embargo, las iba acumulando.
Antes de doblar por River, para entrar al callejón donde vivía, decidió ir derecho por la Yandehl, que se curveaba, atravesando un parque con columpios que generalmente paraba vacío, hasta llegar a la Seven Eleven, a comprar un par de latas de Miller que costaban a dólar cada una. Faltaban sólo diez minutos para la hora en que por ley se prohibía la venta de licores, así que apuró el paso, “en cuatro minutos llego”, se dijo. La tienda quedaba en un grifo; al fondo y poco a poco más oscuro, otra parte del Free Way se divisaba, y detrás de aquella carretera del Interstate se adivinaba los rieles de los trenes de carga, y pasando los rieles, el río Grande, y cruzando el río, las barriadas de Ciudad Juárez, y finalmente las montañas donde se había ocultado el sol. Pidió tres latas grandes de Miller, se cargó una lata de atún, un paquete de galletas, un chocolate y una cajetilla de cigarrillos Camel. El no fumaba mucho, pero esa noche fresca de cambio de estación le provocó fumar lo que fumaban sus queridos escritores beatniks décadas atrás.
Otra vez camino a su departamento, llevando la bolsa de cervezas y provisiones, Camilo levantaba la cabeza para ver, de rato en rato, las estrellas. En esta vez ya no deseaba que alguna bala perdida le atravesara el pecho. Era cierto que las estrellas siempre estaban allí, desde pequeño, nunca lo habían abandonado durante esas noches inmensas de asombro; y lo mismo la luna, allí, lacrimosa, delicada, pero cerca de él, como la sentía. En esa noche su corazón volvía a estar donde siempre había estado, en ninguna parte; se reconoció levemente allí en ese cielo, mientras caminaba en una ciudad petrificada en el desierto, cuyo nombre lo decía todo; sólo la ciudad era otra, pensaba, pero eso qué importaba al fin y al cabo. Sin darse cuenta empezó a tararear una vieja canción de su infancia, una vieja balada en español que cantaba de niño cuando hacía a pie el trayecto a la escuela. Dentro de sí, ahora a sus treinta años, sabía que había conquistado por fin ese inaccesible castillo de la soledad.
El destino le había jugado cosas semejantes con anterioridad, es por eso que, tras doblar la esquina para entrar a la River St. y de allí doblar al callejón oscuro donde vivía y así encontrarla, no dudó que con aquella muchacha podría ocurrir cualquier cosa. Estaba preparado para el azar. Pero, por supuesto, en esa noche no tenía las cosas tan claras y precisas. El presente no discurre como aquel Free Way recto, sino es más parecido a las calles que se cruzan, se empinan y bajan, y además se curvan. Los perros empezaron a ladrar como cada vez que alguien se acercaba por la esquina. El callejón donde vivía Camilo era la parte trasera de las casas que daban a otras calles, casas grandes y antiguas, de hace cien años algunas. Tenía que pasar por dos casas que tenían perros tras las rejas del jardín trasero, que lo ladraban hasta verlo desaparecer. Pasaba también por el reflector que se encendía automáticamente ante la presencia de algún transeúnte. En una de esas dos casas había un perro que no lo ladraba, con el tiempo el animal le había agarrado cariño seguramente, y más bien le gemía, como para que él se le acerque y le haga cariñitos. En medio de los perros furiosos, el animal sólo recibía los silbidos afectuosos de Camilo. El no podía hacer más, y el animal parecía entenderlo aunque con tristeza. Ya habían cesado los ladridos cuando vio la luna que seguía allí, en su cielo, imperturbable, congelada. Y faltaban cinco metros para su pequeño departamento, que más bien era una casa en miniatura, cuando vio a una muchacha sentada a un lado de su puerta, recostada de espalda en el muro del jardín de la casa vecina, escondiéndose entre las ramas de los arbustos que caían. Ella lo había estado viendo venir desde los primeros ladridos. Habría tenido tiempo para pensar qué decirle. Él le preguntó, en tono paternal, qué hacía allí. Ella atinó a decir un lacónico y seco “nada”. Pero ya él se daba cuenta de qué se estaba escondiendo aquella muchacha.
Hacía muchísimas noches había visto en el jardín interior de la vieja casona rosada donde había vivido _ allí donde la manager le dijo que Pancho Villa se hospedaba, que en la época de la Revolución esta casona había sido un burdel, y allí mismo donde un año atrás Claudia venía a pasar las noches con él _, a unos hombres que no parecían del lugar; eran cuatro, bajo los árboles, sentados en silencio en la pileta derruida donde se cagaban los pajaritos. Al rato, Camilo vio, desde la ventana del segundo piso de la casa de enfrente adonde se había mudado, un helicóptero de la patrulla fronteriza peinando la zona a baja altura, buscando a esos hombres con una linterna superpotente. Mojados se les llama a aquellos que cruzan ilegalmente el río Grande. Los había visto varias veces, tratando de cruzar hasta por el mismísimo puente en pleno día. Y fue así que, al ver a Sara como un animalito desprotegido agazapándose junto a su puerta, entendió que había que decidir rápidamente entre echarla del lugar o hacerla entrar a su casa (porque para ella ese pequeño espacio independiente que tenía Camilo, era la casa de Camilo). El tenía que pensar rápido qué era peor: si echar a su suerte a aquella pobre muchacha, y luego cargar con la mala conciencia, o recogerla, sabiendo que lo que podía pasar era complicarle las cosas.
El Paso no era una ciudad muy literaria. Antes de arribar, Camilo sabía de ella lo que había encontrado en William Carlos Williams, Jack Kerouac y Carlos Fuentes. Una ciudad pequeña, rocosa, llena de cactus, habitada por chicanos y viejos vaqueros aún medio perdidos en el desierto, como si sólo por cansancio hubieran decido quedarse y siguieran buscando un rumbo. Camilo había llegado legalmente a esta ciudad como tantos hispanos jóvenes que llegan a los Estados Unidos; es decir con una beca de estudios, que la consiguió sin tener mucha fe en ella, aunque esa falta de fe era ya una característica de su persona. Sea como sea, llegó con el propósito de hacer una maestría en dos años y medio, y con el afán de realizarse como escritor, empezar por fin la novela que hace tiempo deseaba escribir y que su ciudad natal no le permitía. En otras palabras, se estaba dando otra oportunidad; la última, se decía él mismo.
La soledad que requería la halló en esta ciudad fronteriza. Soledad a la que sorpresivamente le costó acostumbrarse, y que le costó conseguir después de intentarlo en diferentes viejos departamentos que alquilaba cerca de la universidad. Secretamente y no exento de auto ironía y auto complacencia, como muchos de sus monólogos, Camilo quería seguir la línea huraña de Faulkner, Salinger y Cormac MacCarthy, esa era su imagen del desierto. Se decía amargamente a sí mismo: “me apartaré de todos, ahora sí, sobre todo del fantasma de Claudia.” Otras veces alzaba el tono: “te di mi corazón, Claudia, y lo arrojaste al río Grande para los coyotes; vendiste mi cuerpo a la Border Patrol.” Con esos pensamientos solía sentarse en la puerta de las viejas casonas en las que vivía, a veces encendía un cigarrillo, mirando el camino del horizonte más lejano. En estos años había descubierto que el respirar el polvo que el viento cargaba entre las rocas y los cactus lo conducía a descifrar un lenguaje más profundo que sólo era permitido para unos cuantos elegidos. Y él se sentía uno de aquellos.
Esa noche en que regresaba a su departamento, luego de atravesar el downtown, ahora sobre el puente Yandehl, arriba del Free Way, otra vez se encontraba con ese edificio que parecía abandonado a pesar que veía siempre algunas luces encendidas adentro (cosas así le daban un sentido de pertenencia a esta ciudad). Camilo decidió pararse un rato en el puente. La carretera abajo le recordaba la Vía Expresa de su ciudad natal. Pero esta carretera atravesaba otra ciudad, conectaba con la ciudad contigua, Las Cruces, luego con otro Estado, Nuevo México, y luego con California y así continuaba sin que pudiera saber dónde estaba el fin. El sólo sabía que faltaban cinco días para abandonar El Paso. Ya tenía el ansiado carnet de trabajo que la universidad le había brindado, el cual le permitía trabajar por ocho meses, y se había decidido ir a la aventura a San Francisco. La beca de estudios ya había terminado al ser aprobada su tesis, un estudio sobre la obra de José María Arguedas del cual no estuvo satisfecho, pero sin embargo obtuvo una calificación sobresaliente. La novela, que hace tiempo la tenía concebida, apenas estaba en sus primeras diez páginas. Esa novela, como tantas ideas que tuvo guardadas por tiempo, se fue haciendo más difícil de concretar, no por ellas mismas (ya tenía el final en la cabeza) sino por él. El pesimismo, como un río subterráneo, lo arrastraba cada vez como con mayor dificultad, porque conforme avanzaba cargaba con cosas que él no se daba cuenta que era capaz de llevar consigo y que, sin embargo, las iba acumulando.
Antes de doblar por River, para entrar al callejón donde vivía, decidió ir derecho por la Yandehl, que se curveaba, atravesando un parque con columpios que generalmente paraba vacío, hasta llegar a la Seven Eleven, a comprar un par de latas de Miller que costaban a dólar cada una. Faltaban sólo diez minutos para la hora en que por ley se prohibía la venta de licores, así que apuró el paso, “en cuatro minutos llego”, se dijo. La tienda quedaba en un grifo; al fondo y poco a poco más oscuro, otra parte del Free Way se divisaba, y detrás de aquella carretera del Interstate se adivinaba los rieles de los trenes de carga, y pasando los rieles, el río Grande, y cruzando el río, las barriadas de Ciudad Juárez, y finalmente las montañas donde se había ocultado el sol. Pidió tres latas grandes de Miller, se cargó una lata de atún, un paquete de galletas, un chocolate y una cajetilla de cigarrillos Camel. El no fumaba mucho, pero esa noche fresca de cambio de estación le provocó fumar lo que fumaban sus queridos escritores beatniks décadas atrás.
Otra vez camino a su departamento, llevando la bolsa de cervezas y provisiones, Camilo levantaba la cabeza para ver, de rato en rato, las estrellas. En esta vez ya no deseaba que alguna bala perdida le atravesara el pecho. Era cierto que las estrellas siempre estaban allí, desde pequeño, nunca lo habían abandonado durante esas noches inmensas de asombro; y lo mismo la luna, allí, lacrimosa, delicada, pero cerca de él, como la sentía. En esa noche su corazón volvía a estar donde siempre había estado, en ninguna parte; se reconoció levemente allí en ese cielo, mientras caminaba en una ciudad petrificada en el desierto, cuyo nombre lo decía todo; sólo la ciudad era otra, pensaba, pero eso qué importaba al fin y al cabo. Sin darse cuenta empezó a tararear una vieja canción de su infancia, una vieja balada en español que cantaba de niño cuando hacía a pie el trayecto a la escuela. Dentro de sí, ahora a sus treinta años, sabía que había conquistado por fin ese inaccesible castillo de la soledad.
El destino le había jugado cosas semejantes con anterioridad, es por eso que, tras doblar la esquina para entrar a la River St. y de allí doblar al callejón oscuro donde vivía y así encontrarla, no dudó que con aquella muchacha podría ocurrir cualquier cosa. Estaba preparado para el azar. Pero, por supuesto, en esa noche no tenía las cosas tan claras y precisas. El presente no discurre como aquel Free Way recto, sino es más parecido a las calles que se cruzan, se empinan y bajan, y además se curvan. Los perros empezaron a ladrar como cada vez que alguien se acercaba por la esquina. El callejón donde vivía Camilo era la parte trasera de las casas que daban a otras calles, casas grandes y antiguas, de hace cien años algunas. Tenía que pasar por dos casas que tenían perros tras las rejas del jardín trasero, que lo ladraban hasta verlo desaparecer. Pasaba también por el reflector que se encendía automáticamente ante la presencia de algún transeúnte. En una de esas dos casas había un perro que no lo ladraba, con el tiempo el animal le había agarrado cariño seguramente, y más bien le gemía, como para que él se le acerque y le haga cariñitos. En medio de los perros furiosos, el animal sólo recibía los silbidos afectuosos de Camilo. El no podía hacer más, y el animal parecía entenderlo aunque con tristeza. Ya habían cesado los ladridos cuando vio la luna que seguía allí, en su cielo, imperturbable, congelada. Y faltaban cinco metros para su pequeño departamento, que más bien era una casa en miniatura, cuando vio a una muchacha sentada a un lado de su puerta, recostada de espalda en el muro del jardín de la casa vecina, escondiéndose entre las ramas de los arbustos que caían. Ella lo había estado viendo venir desde los primeros ladridos. Habría tenido tiempo para pensar qué decirle. Él le preguntó, en tono paternal, qué hacía allí. Ella atinó a decir un lacónico y seco “nada”. Pero ya él se daba cuenta de qué se estaba escondiendo aquella muchacha.
Hacía muchísimas noches había visto en el jardín interior de la vieja casona rosada donde había vivido _ allí donde la manager le dijo que Pancho Villa se hospedaba, que en la época de la Revolución esta casona había sido un burdel, y allí mismo donde un año atrás Claudia venía a pasar las noches con él _, a unos hombres que no parecían del lugar; eran cuatro, bajo los árboles, sentados en silencio en la pileta derruida donde se cagaban los pajaritos. Al rato, Camilo vio, desde la ventana del segundo piso de la casa de enfrente adonde se había mudado, un helicóptero de la patrulla fronteriza peinando la zona a baja altura, buscando a esos hombres con una linterna superpotente. Mojados se les llama a aquellos que cruzan ilegalmente el río Grande. Los había visto varias veces, tratando de cruzar hasta por el mismísimo puente en pleno día. Y fue así que, al ver a Sara como un animalito desprotegido agazapándose junto a su puerta, entendió que había que decidir rápidamente entre echarla del lugar o hacerla entrar a su casa (porque para ella ese pequeño espacio independiente que tenía Camilo, era la casa de Camilo). El tenía que pensar rápido qué era peor: si echar a su suerte a aquella pobre muchacha, y luego cargar con la mala conciencia, o recogerla, sabiendo que lo que podía pasar era complicarle las cosas.
Cuando despertó Camilo al día siguiente _ luego de que sus ojos encontraran el techo blanco de su habitación, en ese breve umbral a la salida del sueño _, se dio cuenta que a su lado izquierdo había una mujer desnuda, durmiendo plácidamente, dándole la espalda; su negro cabello largo recogido hacia delante hacía notar un pequeño lunar en la nuca. Lentamente giró la cabeza ciento ochenta grados hacia el otro lado, casi con dificultad levantó la cortina de la pequeña ventana y vio sorprendido una mañana nublada, glacial, que apenas se podía distinguir por lo opaco que estaba el cristal. Entonces recordó casi todo. Veía por la ventana lo que no podía ver afuera debido al invierno que había llegado de la noche a la mañana. Habían tomado esas latas de cerveza y la botella de tequila que tenía hasta la mitad, sobra de la última fiesta que hizo en su casa, una semana atrás, y desde la cual había estado casi sin salir, sin ver a nadie. Ella tenía 24 años, venía desde Guatemala, y había logrado cruzar la frontera junto a otros mojados. Una vez en el downtown, escabulléndose entre los trenes, cada uno tomó un rumbo diferente, y sin más orientación que sus ganas de no volver atrás ella llegó hasta la puerta de Camilo.
Estaba tratando ahora de recordar si el primer beso llegó antes, durante o después del primer baile, cuando sonó el teléfono. Era José, el amigo pocho que le había ayudado a encontrar ese departamento, quien le había presentado a la señora Shyela, la dueña de la casa. Sólo llamaba para hablarle del clima, y de paso animarlo a ir juntos a Juárez, “para inaugurar el invierno con unos tequilas”, así le dijo con su español gringo. Pero Camilo le dijo que no, que aún no le daban el carnet de la universidad y no podía correr el riesgo de ir a Juárez. Le mintió por la única razón de no saber qué hacer ahora con Sara. Iba a empezar a deliberar sobre ese asunto, en el momento en que ella se volteó y mirándolo le dijo “hola, buenos días”; luego hizo una sonrisa con un suspiro hondo, y después cerró los ojos. El deslizó suavemente su mano derecha por la cadera, luego descendió por la cintura, recorriendo cada costilla hasta agarrarle un seno con delicadeza, como si hubiera cogido dormida a una paloma: un peñasco donde se paró a mirar la llanura del desierto, imaginó Camilo cerrando los ojos. Sara con los ojos entrecerrados empezó a besarlo, mientras que él con la mitad de su cuerpo encima de ella trataba de acomodarle las piernas.
Apenas salieron de la cama para preparar algo rápido, comer los tacos que ella había hecho o beber los tragos que sobraban, o para ir al baño. Recién se hacía notar la falta de calefacción. Sara le había contado que quería llegar hasta Amarillo, un pueblo al norte de Texas, allí tenía una tía que la estaba esperando. Pero antes ella tenía que arreglárselas sola para llegar hasta allá. Si ahora lograba burlar a la policía de carreteras, ya todo sería fácil. Camilo, en cambio, ya tenía su boleto a San Francisco (lo compró anticipadamente para no tener que postergar una vez más su viaje) y sólo tenía la dirección de un amigo de su padre para acudir en caso sea necesario. Estaba con resaca y con frío. Se preguntó si esos viejos buses del Greyhound tendrían calefacción, nunca había viajado en temporada fría. No tenía muchas pertenencias, así que antes de salir recién iba a hacer su maleta. Lo mismo Sara, que apenas cargaba una mochila pequeña.
_ Voy a tomar un bus o, mejor aún, conseguir quien me lleve en su auto. _ Le soltó a Camilo en un momento de la conversación. Sara era mucho más bonita de día, eso notó Camilo al verla salir del baño caliente; sus enormes ojos pardos jugaban con la negra cabellera ensortijada y la piel morena. Los labios carnosos que él mordía sin resistencia cada vez que deseaba, fueron embriagándolo como nunca antes había sucedido después de Claudia. Es por eso que le dijo a Sara que podía quedarse con él unos cuatro días más, el día en que él también tenía que dejar la ciudad. Ella aceptó y le dijo bromeando: “a ver quién llega antes a su destino”; Camilo tomó aquello que parecía un desafío, más bien como la señal de Sara de darle y darse buena suerte ante la adversidad a que ambos iban a enfrentar, y por separado, legal e ilegal; pero también él notó rápidamente que había un error en lo dicho por ella, porque no era cierto que él tenía un destino. San Francisco era una opción que la había barajado entre otras tantas que al final resultaron ser la misma.
Regresar a Perú era la última opción; pero ni siquiera la consideró a la hora de decidirse. Ni loco vuelvo allá, le decía a Sara; aunque cuando decía eso recordaba las veces que borracho decidía dejarlo todo y volver. Pero no era precisamente por volver a su tierra, sino por encontrarse con su familia, con unos cuantos amigos y con ciertas cosas de “ese país” como lo llamaba con amargura, con resentimiento, con frustración. Lo que un poco ayudó a no doblegarse era que en la misma situación habían estado sus amigos de la universidad. Todos ellos, mexicanos, chilenos, hispanos en fin, odiando a “este país” pero resignados a tratar de quedarse en él para no tener que volver a la jodida vida de antes. Es por eso que Camilo se aferraba a la idea de Yoknapatawpha de Faulkner o a la ruta 66 de Jack Kerouac o a los subterráneos de Lou Reed. “Vamos a comprar cervezas”, le dijo a Sara. Ella respondió con una negativa, era peligroso caminar, la podían detener, pedirle papeles, y encima Camilo resultaría perjudicado por acoger a una mojada. Pero Camilo la convenció, quería en esa segunda noche, con el frío recién anclado, caminar con ella siquiera esa pequeña distancia que había entre su casa y el Seven Eleven. “Caprichos, locuras de poeta, nada más”, se dijo ella aceptando su requerimiento.
Estaba tratando ahora de recordar si el primer beso llegó antes, durante o después del primer baile, cuando sonó el teléfono. Era José, el amigo pocho que le había ayudado a encontrar ese departamento, quien le había presentado a la señora Shyela, la dueña de la casa. Sólo llamaba para hablarle del clima, y de paso animarlo a ir juntos a Juárez, “para inaugurar el invierno con unos tequilas”, así le dijo con su español gringo. Pero Camilo le dijo que no, que aún no le daban el carnet de la universidad y no podía correr el riesgo de ir a Juárez. Le mintió por la única razón de no saber qué hacer ahora con Sara. Iba a empezar a deliberar sobre ese asunto, en el momento en que ella se volteó y mirándolo le dijo “hola, buenos días”; luego hizo una sonrisa con un suspiro hondo, y después cerró los ojos. El deslizó suavemente su mano derecha por la cadera, luego descendió por la cintura, recorriendo cada costilla hasta agarrarle un seno con delicadeza, como si hubiera cogido dormida a una paloma: un peñasco donde se paró a mirar la llanura del desierto, imaginó Camilo cerrando los ojos. Sara con los ojos entrecerrados empezó a besarlo, mientras que él con la mitad de su cuerpo encima de ella trataba de acomodarle las piernas.
Apenas salieron de la cama para preparar algo rápido, comer los tacos que ella había hecho o beber los tragos que sobraban, o para ir al baño. Recién se hacía notar la falta de calefacción. Sara le había contado que quería llegar hasta Amarillo, un pueblo al norte de Texas, allí tenía una tía que la estaba esperando. Pero antes ella tenía que arreglárselas sola para llegar hasta allá. Si ahora lograba burlar a la policía de carreteras, ya todo sería fácil. Camilo, en cambio, ya tenía su boleto a San Francisco (lo compró anticipadamente para no tener que postergar una vez más su viaje) y sólo tenía la dirección de un amigo de su padre para acudir en caso sea necesario. Estaba con resaca y con frío. Se preguntó si esos viejos buses del Greyhound tendrían calefacción, nunca había viajado en temporada fría. No tenía muchas pertenencias, así que antes de salir recién iba a hacer su maleta. Lo mismo Sara, que apenas cargaba una mochila pequeña.
_ Voy a tomar un bus o, mejor aún, conseguir quien me lleve en su auto. _ Le soltó a Camilo en un momento de la conversación. Sara era mucho más bonita de día, eso notó Camilo al verla salir del baño caliente; sus enormes ojos pardos jugaban con la negra cabellera ensortijada y la piel morena. Los labios carnosos que él mordía sin resistencia cada vez que deseaba, fueron embriagándolo como nunca antes había sucedido después de Claudia. Es por eso que le dijo a Sara que podía quedarse con él unos cuatro días más, el día en que él también tenía que dejar la ciudad. Ella aceptó y le dijo bromeando: “a ver quién llega antes a su destino”; Camilo tomó aquello que parecía un desafío, más bien como la señal de Sara de darle y darse buena suerte ante la adversidad a que ambos iban a enfrentar, y por separado, legal e ilegal; pero también él notó rápidamente que había un error en lo dicho por ella, porque no era cierto que él tenía un destino. San Francisco era una opción que la había barajado entre otras tantas que al final resultaron ser la misma.
Regresar a Perú era la última opción; pero ni siquiera la consideró a la hora de decidirse. Ni loco vuelvo allá, le decía a Sara; aunque cuando decía eso recordaba las veces que borracho decidía dejarlo todo y volver. Pero no era precisamente por volver a su tierra, sino por encontrarse con su familia, con unos cuantos amigos y con ciertas cosas de “ese país” como lo llamaba con amargura, con resentimiento, con frustración. Lo que un poco ayudó a no doblegarse era que en la misma situación habían estado sus amigos de la universidad. Todos ellos, mexicanos, chilenos, hispanos en fin, odiando a “este país” pero resignados a tratar de quedarse en él para no tener que volver a la jodida vida de antes. Es por eso que Camilo se aferraba a la idea de Yoknapatawpha de Faulkner o a la ruta 66 de Jack Kerouac o a los subterráneos de Lou Reed. “Vamos a comprar cervezas”, le dijo a Sara. Ella respondió con una negativa, era peligroso caminar, la podían detener, pedirle papeles, y encima Camilo resultaría perjudicado por acoger a una mojada. Pero Camilo la convenció, quería en esa segunda noche, con el frío recién anclado, caminar con ella siquiera esa pequeña distancia que había entre su casa y el Seven Eleven. “Caprichos, locuras de poeta, nada más”, se dijo ella aceptando su requerimiento.
Al volver, con cervezas, una botella de ron y comida, encontró en su puerta una nota que había dejado su amigo José: “Vine para ir al Camino Real, hoy hay música en vivo, amigos y amigas estarán allá. Tienes que conocer a Milagros. Si te animas, allá estaremos. Pepe. Ah, arregla tu teléfono.” Camilo no entendió por qué le escribió esto último. Por eso, lo primero que hizo fue ver su teléfono, y lo encontró mal colgado; “eso había sido”, le dijo a Sara, quien en ese momento sacaba las compras de las bolsas. “Eso había sido ¿qué?”, le preguntó ella. “No, nada”, respondió Camilo quien ahora colocaba en el equipo de sonido un Cd de los Red Hot Chili Pepper. Haciendo unos pasos de baile se colocó detrás de ella y la abrazó por la cintura. Sara se había puesto un vestido corto, era la otra prenda que cargaba en su mochila. Agarrando cada uno su lata de Miller, ambos se pusieron a bailar la californication canción de los Red Hot. Afuera la noche estaba helada, el viento soplaba fuerte desde la tarde, los perros de la esquina apenas habían ladrado. La señora Shyela casi al anochecer, antes de que salieran, le había tocado la puerta. Camilo tuvo miedo de que alguien le haya venido con el chisme. Pero no, ella sólo había ido a buscarlo para entregarle una vieja estufa. Aquella buena mujer, de cincuenta y tantos años, alta y rubia, era una antigua hippy que se había dedicado a la crianza de sus dos hijos y a enseñar sociología en la universidad. Desde un comienzo le cayó bien aquel joven estudiante que le hacía escuchar viejas canciones de rock y otros sonidos extraños desde aquel pequeño espacio en la parte trasera de su casa, que lo alquilaba siempre a los estudiantes.
Vivir en el segundo piso de un burdel, eso recomendaba Faulkner a todo escritor. Camilo había probado vivir en todo lo que encontraba habitable; desde el sótano, que rentó en la antigua mansión de Pancho Villa, hasta el tercer piso del edificio que quedaba en Upson, frente al free Way. Ahora no tenía nada más que decir adiós a la ciudad de la que prácticamente apenas se movió en esos dos años y medio de estudios. Decir adiós a la avenida Mesa, por donde se iba caminando hasta llegar a la tienda Furrs o al Bar Hemingway’s o al bar King’s X o al Prince Machiavelli’s. Decir adiós a la avenida Yandehl que lo llevaba a los barcitos del downtown o a algunas discotecas de dudosa reputación. Decir adiós al sonido de los trenes que pasaban de noche y que traían a cada rato al fantasma de Claudia. Decir adiós a José, al perro que no lo ladraba, a la lavandería en la avenida Kansas donde conoció a Brenda a inicios de verano. Mientras Morrisey cantaba en el equipo de sonido, Sara contemplaba el rostro totalmente ebrio de Camilo que no dejaba de hablar. Fuera de aquel refugio, el viento hacía horizontal la caída de la aguanieve. Afuera estaba bajo cero, pero adentro ambos desnudos sobre la cama, cubiertos por dos frazadas, bebían una botella de ron mientras Camilo hablaba lo que no iba a recordar al día siguiente, y Sara lo escuchaba como si hubiera entrado a la boca del desierto.
En la última noche la lluvia empezó más temprano, y poco a poco aumentaban los relámpagos, los rayos y los truenos. Aquel día durante la mañana y parte de la tarde bebieron y comieron lo que sobraba de días anteriores. Intentaron salir a dar una vuelta por el parque, a eso de las cuatro de la tarde, pero el frío, el granizo y el viento eran demasiado. “Si sigue el frío de esta manera, nunca vamos a salir de aquí”, dijo Sara ya de noche mirando por la pequeña ventana de la sala que daba a la calle; Camilo al parecer no la escuchaba, sentado en el sofá con un vaso de tequila, su mirada estaba concentrada en el cuerpo de ella, quien, vestida con la ropa de él en el otro sofá, se peinaba el cabello y miraba de rato en rato por la ventana. El teléfono sonó, él no quiso contestar, se paró y se fue al baño; dejó que la grabadora lo haga, era José: “Te llamo desde Ruidoso _ le dijo _, estoy con Milagros, ya te cuento todo mañana cuando vuelva. Bye.” La lluvia amainó a eso de las ocho de la noche, pero los relámpagos y los rayos con sus truenos parecían estar cada vez más cerca. Sara no se aguantó más y abrió la puerta: “¡Mira, Camilo!”, lo llamó. El, que estaba meando en el baño, salió a ver qué cosa era. Los truenos y rayos estaban arriba de ellos; cada vez que se encendía el cielo, ella temblaba de miedo. “Camilo, me asusta”, le dijo y lo abrazó. Camilo estaba fascinado por los rayos que se acercaban y bajaban más y más, y lo mismo por los relámpagos que convertían en espectros las casas y los árboles. “Parece una guerra”, dijo él extasiado, y prosiguió: “o tal vez es la guerra que ya empezó.” Al entrar y cerrar la puerta se vieron con sus cuerpos mojados; se sentía que los rayos caían entre los árboles de las casas vecinas. Se quitaron lo que llevaban puesto, extrañamente no tenían mucho frío o era que ya se habían estado acostumbrando al invierno. Así desnudos se metieron en la cama, se taparon con las dos frazadas e hicieron el amor. Al rato, tras oír un rayo que cayó en el jardín, a unos cuatro metros nada más, Camilo se asomó por la ventana junto a la cama. Bajo el fin del mundo había que encontrar el silencio de los perros, o en todo caso esperar a que mañana amanezca mejor.
Camilo fue a devolver las llaves a la señora Shyela. Se despidieron con un abrazo. “Qué loco es el clima aquí _ había dicho ella tratando de animarse _; después de lo de anoche, ahora el día está increíble.” Luego él volvió a su departamento, no pudo evitar sentir un poco de tristeza; Sara lo esperaba sentada, con la mochila tapando sus muslos que el vestido corto, si no hubiera estado allí la mochila, hubiera dejado ver. “Ya nos vamos”, le dijo él. Antes de salir, la detuvo en el umbral y le dio un beso; ella soltó la mochila y lo abrazó. Al cerrar la puerta dejó un sobre adherido a la madera, en él decía: “Para ti, Pepe”. Era su forma de despedirse; José habría de tardar en entenderlo. Caminaron rumbo a la estación del Greyhound. Camilo arrastraba su maleta con ruedas. Los perros le dieron sus últimos ladridos, entre ellos había uno que sólo lo seguía con la vista guardando silencio. La ciudad había recobrado su semblante, a pesar de dos árboles caídos por ahí, cosas regadas por las calles; el clima, nada comparado con los días anteriores, parecía haberse apiadado de los dos. Doblaron calle abajo por Yandehl, ya llegaban al puente sobre el Free Way. Iban sin hablar, a ratos Camilo silbaba alguna canción y ella lo miraba con una sonrisa. Eran los únicos caminantes en todas esas calles de El Paso.
Ya desde el puente se podía ver el color ladrillo de la estación del bus; Camilo dándose con Sara el último beso antes de subir al bus, despidiéndose los dos de esta ciudad. Lo había pensado bien, ya lo había decidido; lo había visualizado de muchas maneras entre rayos, relámpagos y truenos la noche anterior. Descartar la idea de quedarse en El Paso, tal como estaban, hasta que se agote el dinero, hasta que tengan que huir, era lo adecuado. Lo otro, que era ir a Amarillo como ella quería, un pueblo seguramente semejante al que dejaba, tal vez no era lo mejor para él. Camilo se vio, entonces, entrando al Free Way, doblando por otra carretera, cruzando condados, pasando Tucson, deteniéndose en grifos a mirar el crepúsculo rojo en el horizonte de montañas, luego volviendo a atravesar desiertos, letreros, carros abandonados en la carretera, coyotes, mientras en sus audífonos escuchaba a Creedence Clearwater Revival, a The Smashing Pumpkins, y de noche llegaba a Los Angeles; luego al amanecer del otro día entrando a San Francisco, con la música de The Cramberries en las orejas, con la voz de Sara repitiéndole “te quiero”, con su voz también diciéndole a ella “te quiero”; después imaginando la cara de José al leer la carta que le dejó, carta a la que puso por título Yoknapatawpha, donde le narraba, a modo de un cuento, sus últimos cinco días: su boleto recién comprado, lo de Sara y lo que había decidido finalmente.
“Sí, hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de José al leer esto”, así concluía.
* Extraído del libro de cuentos y relatos El Paso. 2005.
Vivir en el segundo piso de un burdel, eso recomendaba Faulkner a todo escritor. Camilo había probado vivir en todo lo que encontraba habitable; desde el sótano, que rentó en la antigua mansión de Pancho Villa, hasta el tercer piso del edificio que quedaba en Upson, frente al free Way. Ahora no tenía nada más que decir adiós a la ciudad de la que prácticamente apenas se movió en esos dos años y medio de estudios. Decir adiós a la avenida Mesa, por donde se iba caminando hasta llegar a la tienda Furrs o al Bar Hemingway’s o al bar King’s X o al Prince Machiavelli’s. Decir adiós a la avenida Yandehl que lo llevaba a los barcitos del downtown o a algunas discotecas de dudosa reputación. Decir adiós al sonido de los trenes que pasaban de noche y que traían a cada rato al fantasma de Claudia. Decir adiós a José, al perro que no lo ladraba, a la lavandería en la avenida Kansas donde conoció a Brenda a inicios de verano. Mientras Morrisey cantaba en el equipo de sonido, Sara contemplaba el rostro totalmente ebrio de Camilo que no dejaba de hablar. Fuera de aquel refugio, el viento hacía horizontal la caída de la aguanieve. Afuera estaba bajo cero, pero adentro ambos desnudos sobre la cama, cubiertos por dos frazadas, bebían una botella de ron mientras Camilo hablaba lo que no iba a recordar al día siguiente, y Sara lo escuchaba como si hubiera entrado a la boca del desierto.
En la última noche la lluvia empezó más temprano, y poco a poco aumentaban los relámpagos, los rayos y los truenos. Aquel día durante la mañana y parte de la tarde bebieron y comieron lo que sobraba de días anteriores. Intentaron salir a dar una vuelta por el parque, a eso de las cuatro de la tarde, pero el frío, el granizo y el viento eran demasiado. “Si sigue el frío de esta manera, nunca vamos a salir de aquí”, dijo Sara ya de noche mirando por la pequeña ventana de la sala que daba a la calle; Camilo al parecer no la escuchaba, sentado en el sofá con un vaso de tequila, su mirada estaba concentrada en el cuerpo de ella, quien, vestida con la ropa de él en el otro sofá, se peinaba el cabello y miraba de rato en rato por la ventana. El teléfono sonó, él no quiso contestar, se paró y se fue al baño; dejó que la grabadora lo haga, era José: “Te llamo desde Ruidoso _ le dijo _, estoy con Milagros, ya te cuento todo mañana cuando vuelva. Bye.” La lluvia amainó a eso de las ocho de la noche, pero los relámpagos y los rayos con sus truenos parecían estar cada vez más cerca. Sara no se aguantó más y abrió la puerta: “¡Mira, Camilo!”, lo llamó. El, que estaba meando en el baño, salió a ver qué cosa era. Los truenos y rayos estaban arriba de ellos; cada vez que se encendía el cielo, ella temblaba de miedo. “Camilo, me asusta”, le dijo y lo abrazó. Camilo estaba fascinado por los rayos que se acercaban y bajaban más y más, y lo mismo por los relámpagos que convertían en espectros las casas y los árboles. “Parece una guerra”, dijo él extasiado, y prosiguió: “o tal vez es la guerra que ya empezó.” Al entrar y cerrar la puerta se vieron con sus cuerpos mojados; se sentía que los rayos caían entre los árboles de las casas vecinas. Se quitaron lo que llevaban puesto, extrañamente no tenían mucho frío o era que ya se habían estado acostumbrando al invierno. Así desnudos se metieron en la cama, se taparon con las dos frazadas e hicieron el amor. Al rato, tras oír un rayo que cayó en el jardín, a unos cuatro metros nada más, Camilo se asomó por la ventana junto a la cama. Bajo el fin del mundo había que encontrar el silencio de los perros, o en todo caso esperar a que mañana amanezca mejor.
Camilo fue a devolver las llaves a la señora Shyela. Se despidieron con un abrazo. “Qué loco es el clima aquí _ había dicho ella tratando de animarse _; después de lo de anoche, ahora el día está increíble.” Luego él volvió a su departamento, no pudo evitar sentir un poco de tristeza; Sara lo esperaba sentada, con la mochila tapando sus muslos que el vestido corto, si no hubiera estado allí la mochila, hubiera dejado ver. “Ya nos vamos”, le dijo él. Antes de salir, la detuvo en el umbral y le dio un beso; ella soltó la mochila y lo abrazó. Al cerrar la puerta dejó un sobre adherido a la madera, en él decía: “Para ti, Pepe”. Era su forma de despedirse; José habría de tardar en entenderlo. Caminaron rumbo a la estación del Greyhound. Camilo arrastraba su maleta con ruedas. Los perros le dieron sus últimos ladridos, entre ellos había uno que sólo lo seguía con la vista guardando silencio. La ciudad había recobrado su semblante, a pesar de dos árboles caídos por ahí, cosas regadas por las calles; el clima, nada comparado con los días anteriores, parecía haberse apiadado de los dos. Doblaron calle abajo por Yandehl, ya llegaban al puente sobre el Free Way. Iban sin hablar, a ratos Camilo silbaba alguna canción y ella lo miraba con una sonrisa. Eran los únicos caminantes en todas esas calles de El Paso.
Ya desde el puente se podía ver el color ladrillo de la estación del bus; Camilo dándose con Sara el último beso antes de subir al bus, despidiéndose los dos de esta ciudad. Lo había pensado bien, ya lo había decidido; lo había visualizado de muchas maneras entre rayos, relámpagos y truenos la noche anterior. Descartar la idea de quedarse en El Paso, tal como estaban, hasta que se agote el dinero, hasta que tengan que huir, era lo adecuado. Lo otro, que era ir a Amarillo como ella quería, un pueblo seguramente semejante al que dejaba, tal vez no era lo mejor para él. Camilo se vio, entonces, entrando al Free Way, doblando por otra carretera, cruzando condados, pasando Tucson, deteniéndose en grifos a mirar el crepúsculo rojo en el horizonte de montañas, luego volviendo a atravesar desiertos, letreros, carros abandonados en la carretera, coyotes, mientras en sus audífonos escuchaba a Creedence Clearwater Revival, a The Smashing Pumpkins, y de noche llegaba a Los Angeles; luego al amanecer del otro día entrando a San Francisco, con la música de The Cramberries en las orejas, con la voz de Sara repitiéndole “te quiero”, con su voz también diciéndole a ella “te quiero”; después imaginando la cara de José al leer la carta que le dejó, carta a la que puso por título Yoknapatawpha, donde le narraba, a modo de un cuento, sus últimos cinco días: su boleto recién comprado, lo de Sara y lo que había decidido finalmente.
“Sí, hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de José al leer esto”, así concluía.
* Extraído del libro de cuentos y relatos El Paso. 2005.