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Cuando ellos abren las piernas
11 de agosto de 2015
Por Alexandra Gonzales Lozano
Salí tarde de casa. Llevaba el cabello mojado y desarreglado, sin delinearme los ojos de marrón oscuro, como acostumbro hacerlo antes de ir a la universidad. Llegué a la esquina de siempre donde tomo la 9A y empezó la cotidiana espera. Aguardar la rápida combi que me lleve al paradero de Lambayeque.
Apenas vi una de ellas, me puse de pie y extendí la mano. Cuando se detuvo el “amable” cobrador, miró hacia otro lado y con la camisa roja que hacia juego con la combi me dijo muy cortésmente que subiera rápido.
Sin perder tiempo, agaché la cabeza y subí rápidamente. Apenas lo hice, el vehículo arrancó. Tambaleé un poco mientras me cogía del envejecido respaldar de un asiento que estaba ocupado por una señora que me miró con mala cara. Con la vista traté de ubicar un asiento vacío, hasta que lo hallé: estaba iluminado y con demasiado brillo para estar en un extremo, casi al final de la combi, al lado de un señor que dormía con la boca abierta. Sin pensarlo dos veces di algunos pasos hasta el asiento. Cuando al fin estuve cerca me senté con mucho cuidado al lado del hombre que se había entregado a los brazos de Morfeo.
La combi seguía su ruta, moviéndose de un lado a otro a causa de los baches y de la velocidad. Esto me obligaba a chocar con mi compañero de asiento. Este se levantó y me miró extrañado, como si yo fuera la causante de su mal sueño. Después miró hacia la ventana y abrió un poco más las piernas para su propia comodidad, mientras que las mías estaban muy juntas y apoyadas a un lado.
–Qué calorazo que hace, ¿no? –me dijo en tanto se abanicaba con la mano.
–Sí pues –dije al mismo tiempo que buscaba en mi bolso una separata que tenía que leer ese día.
Apenas vi una de ellas, me puse de pie y extendí la mano. Cuando se detuvo el “amable” cobrador, miró hacia otro lado y con la camisa roja que hacia juego con la combi me dijo muy cortésmente que subiera rápido.
Sin perder tiempo, agaché la cabeza y subí rápidamente. Apenas lo hice, el vehículo arrancó. Tambaleé un poco mientras me cogía del envejecido respaldar de un asiento que estaba ocupado por una señora que me miró con mala cara. Con la vista traté de ubicar un asiento vacío, hasta que lo hallé: estaba iluminado y con demasiado brillo para estar en un extremo, casi al final de la combi, al lado de un señor que dormía con la boca abierta. Sin pensarlo dos veces di algunos pasos hasta el asiento. Cuando al fin estuve cerca me senté con mucho cuidado al lado del hombre que se había entregado a los brazos de Morfeo.
La combi seguía su ruta, moviéndose de un lado a otro a causa de los baches y de la velocidad. Esto me obligaba a chocar con mi compañero de asiento. Este se levantó y me miró extrañado, como si yo fuera la causante de su mal sueño. Después miró hacia la ventana y abrió un poco más las piernas para su propia comodidad, mientras que las mías estaban muy juntas y apoyadas a un lado.
–Qué calorazo que hace, ¿no? –me dijo en tanto se abanicaba con la mano.
–Sí pues –dije al mismo tiempo que buscaba en mi bolso una separata que tenía que leer ese día.
La combi paró intempestivamente, haciendo que nos fuéramos hacia adelante de manera exagerada.
–Oye, si sigues así ahora mismo nos morimos todos –se quejó una señora que estaba sentada sola.
– ¡Qué exagerada la tía! –se quejó el cobrador mientras hacía tintinear unas monedas como señal de que era hora de pagar el servicio de transporte– ¡Pasaje, pasaje, pasaje!
Hojeé mis separatas tratando de no hacer caso a la ruidosa canción que sonaba en toda la combi hasta que llegué a mi paradero.
–Baja en el ovalo –dije despacio.
Nada, ni caso. El señor que estaba a mi lado y que durante nuestra pequeña conversación se había vuelto a dormir tras escucharme se despertó y me miró como si me odiara.
-¡Baja en el ovalo! –alcé la voz.
Algunos pasajeros me miraron extrañados. Ya la combi estaba pasándose del lugar donde debía bajar.
–Tranquila flaca, que no soy sordo –dijo el cobrador golpeando la combi para que se detuviera.
Traté de bajar con mucho cuidado pero sin querer tropecé con el envejecido tapizón de la combi y terminé saltando hacia la acera del llamado óvalo. El incidente no llamó la atención de nadie. Dos apuradas personas se abalanzaron para subir a la combi.
– ¡Flaca, flaca! –me gritó el cobrador– No estorbes pe…
Lo miré con cara de pocos amigos y me alejé con un intenso dolor en el tobillo derecho que al parecer no se había doblado, pero había amortiguado el peso de todo mi cuerpo para evitar la caída.
Al llegar al paradero de los llamados Pablitos –unos buses grandes que en su mayoría transportan a universitarios y docentes de la Universidad Pedro Ruiz Gallo–, subí rápidamente en el primero que estaba llenándose.
Miré de un lado a otro con la esperanza de encontrar algún asiento al lado de la ventana, pero parecía que este era un día perro porque los pocos asientos que había no estaban ubicados cerca de la ventana. Maldije mentalmente. Me senté al lado de un chico con peinado raro y audífonos a un volumen tan alto que incluso podía escuchar su música.
Traté de acomodarme como pude en mi nuevo asiento, pero no me sentía cómoda. Por más que trataba y trataba parecía que no cabía. Miré al chico de los audífonos. Parecía absorto -muy cómodo él- con las piernas bien abiertas y moviendo la cabeza al ritmo de una canción metalera que yo desconocía.
Mi conciencia le reclamó: ¡Hey, flaco, arrímate!
Pero él no se movió. Era obvio que no lo iba hacer si no se lo decía en alta voz. Esperé un poco para ver si él se daba cuenta de lo muy incómoda que estaba sentada. Así que empecé a empujarlo hacia la ventana. Mas él no se inmuto y siguió escuchando esa música diabólica.
–Maldita sea –dije para mis adentros al ver que no sucedía nada. Volví a lanzar una nueva maldición cuando el carro arrancó y comenzó su marcha. Ese movimiento hizo que casi me caiga.
Me puse roja. Alguien había notado todo esto. Mi corazón me latía con fuerza y rabia. Toqué el hombro del chico de los audífonos.
Él me miró extrañado. Se sacó los audífonos dispuesto a escucharme.
–¿Puedes arrimarte un poquito? –le dije amablemente entre dientes. No sabía de donde miércoles sacaba tanta amabilidad.
Bufó pero se arrimó hacia la ventana, sin juntar sus piernas que curiosamente estaban tan abiertas en un cálculo matemático de más de 90 grados. Volví a insultarlo mentalmente al ver que aún abarcaba semejante espacio.
Me acomodé como pude. Tengo las piernas un poco largas así que “eso” no era tarea fácil y necesitaba el espacio que él me estaba robando, pero no se lo pedí, mientras miraba con rabia sus piernas cómodamente abiertas.
Respiré hondo y volví a sacar mi separata. Inocentemente pensé en seguir leyendo hasta que alguien se chocó con mis piernas. Escuché un perdón y yo dije un no te preocupes. Intenté seguir con mi lectura, pero otra persona volvió a estrellarse con mis rodillas, hubo otro perdón. Era imposible leer.
Y así, mi trayecto de aproximadamente 25 minutos me permitió coleccionar media docenas de perdones y donar media docena de no te preocupes. Todo ello había sido muy dramático pero traté de sacar mi positivismo hasta que al fin el Pablito llegó a la universidad.
Pasé algunas horas en clases y otra conversando con mis compañeros. La hora de salida llegó. Otra vez el mismo trayecto. Esta vez no opté por los famosos Pablitos sino por la combi y tuve la suerte de ir con una de mis amigas que al sentarnos juntas ninguna de nosotras abrió sus piernas más de la cuenta para quitarle el espacio a la otra.
Al llegar al centro de Chiclayo, me despedí de mi grupo de amigas y caminé hasta la Sáenz Peña para embarcarme en mi colectivo. Solo tuve que esperar unos minutos para cumplir con mi misión pues pasó uno casi vacío. Saludé educadamente y me acomodé en el asiento de atrás. Miré por la ventana, esperanzada de algún suceso maravilloso tras tantas cosas malas durante ese día pero nada.
Diez minutos de trayecto y un nuevo pasajero subió. Era un joven de mediana edad. Se sentó a mi lado y abrió las piernas tanto que podría decir que el ángulo que formaba con sus piernas alcanzaba los 180 grados. Fue tanto la manera en que abrió sus piernas que una de mis rodillas chocaba con la de él. Pero a él no parecía importarle.
–Maldita sea –susurré.
– ¿Perdón? –dijo el conductor.
–Nada señor –dije inmediatamente–. Lo que pasa es que este señor que está a mi lado ha abierto tanto las piernas que creo que tendré que abrir la puerta para que las mías al menos puedan tener un espacio.
– ¿Yo? –dijo extrañado el que había abierto las piernas.
–No, yo –dije, burlona.
–Ay, señorita, así es pues. Nosotros los hombres abrimos las piernas para nuestra comodidad- me explico el señor conductor.
– ¡Genial! –volví a ser sarcástica– Permiso, abriré mis piernas yo también.
Ambos me miraron y giraron sus cabezas de un lado a otro como desaprobando mi acción.
Abrí mis piernas tanto que ya me dolían, pero era mayor mi orgullo y mi rabia de desigualdad que aguanté hasta mi casa.
Desde ese día me di cuenta que ellos se atreven abrir sus piernas para su “comodidad” y nosotras también tenemos el derecho de hacerlo.
–Oye, si sigues así ahora mismo nos morimos todos –se quejó una señora que estaba sentada sola.
– ¡Qué exagerada la tía! –se quejó el cobrador mientras hacía tintinear unas monedas como señal de que era hora de pagar el servicio de transporte– ¡Pasaje, pasaje, pasaje!
Hojeé mis separatas tratando de no hacer caso a la ruidosa canción que sonaba en toda la combi hasta que llegué a mi paradero.
–Baja en el ovalo –dije despacio.
Nada, ni caso. El señor que estaba a mi lado y que durante nuestra pequeña conversación se había vuelto a dormir tras escucharme se despertó y me miró como si me odiara.
-¡Baja en el ovalo! –alcé la voz.
Algunos pasajeros me miraron extrañados. Ya la combi estaba pasándose del lugar donde debía bajar.
–Tranquila flaca, que no soy sordo –dijo el cobrador golpeando la combi para que se detuviera.
Traté de bajar con mucho cuidado pero sin querer tropecé con el envejecido tapizón de la combi y terminé saltando hacia la acera del llamado óvalo. El incidente no llamó la atención de nadie. Dos apuradas personas se abalanzaron para subir a la combi.
– ¡Flaca, flaca! –me gritó el cobrador– No estorbes pe…
Lo miré con cara de pocos amigos y me alejé con un intenso dolor en el tobillo derecho que al parecer no se había doblado, pero había amortiguado el peso de todo mi cuerpo para evitar la caída.
Al llegar al paradero de los llamados Pablitos –unos buses grandes que en su mayoría transportan a universitarios y docentes de la Universidad Pedro Ruiz Gallo–, subí rápidamente en el primero que estaba llenándose.
Miré de un lado a otro con la esperanza de encontrar algún asiento al lado de la ventana, pero parecía que este era un día perro porque los pocos asientos que había no estaban ubicados cerca de la ventana. Maldije mentalmente. Me senté al lado de un chico con peinado raro y audífonos a un volumen tan alto que incluso podía escuchar su música.
Traté de acomodarme como pude en mi nuevo asiento, pero no me sentía cómoda. Por más que trataba y trataba parecía que no cabía. Miré al chico de los audífonos. Parecía absorto -muy cómodo él- con las piernas bien abiertas y moviendo la cabeza al ritmo de una canción metalera que yo desconocía.
Mi conciencia le reclamó: ¡Hey, flaco, arrímate!
Pero él no se movió. Era obvio que no lo iba hacer si no se lo decía en alta voz. Esperé un poco para ver si él se daba cuenta de lo muy incómoda que estaba sentada. Así que empecé a empujarlo hacia la ventana. Mas él no se inmuto y siguió escuchando esa música diabólica.
–Maldita sea –dije para mis adentros al ver que no sucedía nada. Volví a lanzar una nueva maldición cuando el carro arrancó y comenzó su marcha. Ese movimiento hizo que casi me caiga.
Me puse roja. Alguien había notado todo esto. Mi corazón me latía con fuerza y rabia. Toqué el hombro del chico de los audífonos.
Él me miró extrañado. Se sacó los audífonos dispuesto a escucharme.
–¿Puedes arrimarte un poquito? –le dije amablemente entre dientes. No sabía de donde miércoles sacaba tanta amabilidad.
Bufó pero se arrimó hacia la ventana, sin juntar sus piernas que curiosamente estaban tan abiertas en un cálculo matemático de más de 90 grados. Volví a insultarlo mentalmente al ver que aún abarcaba semejante espacio.
Me acomodé como pude. Tengo las piernas un poco largas así que “eso” no era tarea fácil y necesitaba el espacio que él me estaba robando, pero no se lo pedí, mientras miraba con rabia sus piernas cómodamente abiertas.
Respiré hondo y volví a sacar mi separata. Inocentemente pensé en seguir leyendo hasta que alguien se chocó con mis piernas. Escuché un perdón y yo dije un no te preocupes. Intenté seguir con mi lectura, pero otra persona volvió a estrellarse con mis rodillas, hubo otro perdón. Era imposible leer.
Y así, mi trayecto de aproximadamente 25 minutos me permitió coleccionar media docenas de perdones y donar media docena de no te preocupes. Todo ello había sido muy dramático pero traté de sacar mi positivismo hasta que al fin el Pablito llegó a la universidad.
Pasé algunas horas en clases y otra conversando con mis compañeros. La hora de salida llegó. Otra vez el mismo trayecto. Esta vez no opté por los famosos Pablitos sino por la combi y tuve la suerte de ir con una de mis amigas que al sentarnos juntas ninguna de nosotras abrió sus piernas más de la cuenta para quitarle el espacio a la otra.
Al llegar al centro de Chiclayo, me despedí de mi grupo de amigas y caminé hasta la Sáenz Peña para embarcarme en mi colectivo. Solo tuve que esperar unos minutos para cumplir con mi misión pues pasó uno casi vacío. Saludé educadamente y me acomodé en el asiento de atrás. Miré por la ventana, esperanzada de algún suceso maravilloso tras tantas cosas malas durante ese día pero nada.
Diez minutos de trayecto y un nuevo pasajero subió. Era un joven de mediana edad. Se sentó a mi lado y abrió las piernas tanto que podría decir que el ángulo que formaba con sus piernas alcanzaba los 180 grados. Fue tanto la manera en que abrió sus piernas que una de mis rodillas chocaba con la de él. Pero a él no parecía importarle.
–Maldita sea –susurré.
– ¿Perdón? –dijo el conductor.
–Nada señor –dije inmediatamente–. Lo que pasa es que este señor que está a mi lado ha abierto tanto las piernas que creo que tendré que abrir la puerta para que las mías al menos puedan tener un espacio.
– ¿Yo? –dijo extrañado el que había abierto las piernas.
–No, yo –dije, burlona.
–Ay, señorita, así es pues. Nosotros los hombres abrimos las piernas para nuestra comodidad- me explico el señor conductor.
– ¡Genial! –volví a ser sarcástica– Permiso, abriré mis piernas yo también.
Ambos me miraron y giraron sus cabezas de un lado a otro como desaprobando mi acción.
Abrí mis piernas tanto que ya me dolían, pero era mayor mi orgullo y mi rabia de desigualdad que aguanté hasta mi casa.
Desde ese día me di cuenta que ellos se atreven abrir sus piernas para su “comodidad” y nosotras también tenemos el derecho de hacerlo.
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